sábado, 12 de agosto de 2017

"12", un poema de Oliverio Girondo (1932).


"Se miran, se presienten, se desean,
se acarician, se besan, se desnudan,
se respiran, se acuestan, se olfatean,
se penetran, se chupan, se demudan,
se adormecen, se despiertan, se iluminan,
se codician, se palpan, se fascinan,
se mastican, se gustan, se babean,
se confunden, se acoplan, se disgregan,
se aletargan, fallecen, se reintegran,
se distienden, se enarcan, se menean,
se retuercen, se estiran, se caldean,
se estrangulan, se aprietan, se estremecen,
se tantean, se juntan, desfallecen,
se repelen, se enervan, se apetecen,
se acometen, se enlazan, se entrechocan,
se agazapan, se apresan, se dislocan,
se perforan, se incrustan, se acribillan,
se remachan, se injertan, se atornillan,
se desmayan, reviven, resplandecen,
se contemplan, se inflaman, se enloquecen,
se derriten, se sueldan, se calcinan,
se desgarran, se muerden, se asesinan,
resucitan, se buscan, se refriegan,
se rehuyen, se evaden, y se entregan."


Ficha Técnica:



Título original: Espantapájaros

Editorial: Losada

País: Argentina

Año: 1932






En la teoría:

Me gusta el número 12. Su pronunciación me obliga a colocar los labios con la inseguridad del primer beso, ese que se da con los ojos cerrados por inercia social, porque alguien supuestamente con más práctica en esos temas un día nos dijo que se hacía así. DO-CE (haz la prueba, verás). Lo curioso es que el 90% de la gente no cambia de técnica con la práctica y mantiene los ojos cerrados al besar como si ese gesto proporcionara más intensidad a un acto supremo que tiende a volverse cotidiano. DO (morritos)-CE. En estos menesteres yo me considero más "cortaziana", más de mantener los ojos abiertos para mantener vivo el instante durante días, de cerrarlos solo para empezar de nuevo. Yo soy más de infringir lo establecido como norma, más de Rayuela que de Veinte poemas de amor y una canción desesperada

"Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja. Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo de aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua."

No sé cuánta narrativa hispanoamericana del siglo XX he leído, pero de seguro que más de la que me gustaría. Que conste que hablo con conocimiento de causa, obligado durante cinco años, pero conocimiento al fin y al cabo. Ricardo Güiraldes. Alcides Arguedas. García Márquez. Miguel Ángel Asturias. Juan Rulfo. Rómulo Gallegos. Y Mario Vargas Llosa, entre otros muchos. Pues con todo no termino de cogerle yo el gusto a la novela del otro lado del charco. No, y no sé por qué. Quizás se cumpla en mí eso de que “no está hecha la miel para la boca del asno”. Tampoco me gusta la poesía. Matizo. En todo caso me gusta menos que el sucedáneo de chocolate “Donaire”, en la misma medida que un bodegón del XVII y más, mucho más, que la narrativa hispanoamericana. Resulta pues curioso que sea precisamente la poesía de ese continente la única capaz de abstraerme de la realidad. César Vallejo. Vicente Huidobro. Gabriela Mistral. Pablo Neruda. Mi Mario Benedetti (ya, ya, mío, tuyo y de todos). Oliverio Girondo. Oliverio Girondo, ¿te suena? Argentino de nacimiento, cosmopolita por convicción. Vanguardista, telúrico, rompedor. Su poemario Espantapájaros (1932), en el que se incluye este poema "12", es fundamental... al menos para mí, claro. 

Existe un artículo magistral sobre Girondo de 2011 firmado por el periodista argentino Juan Sasturain que te recomiendo encarecidamente leer, no solo porque ofrece información que no encontrarás con facilidad en la red, sino por la manera tan "girondina" en que está escrito. Ese artículo se titula “Veinte motivos para leer a Oliverio Girondo” (publicado paradójicamente en el diario argentino Página 12 y al que puedes acceder directamente pinchando sobre su título). Ni uno solo de esos motivos tiene desperdicio alguno, créeme, ni uno. Mordaz, elocuente, convincente. 

A estas alturas de mi vida no voy a permitirme entrar en menesteres filológicos porque hasta para mí sería infumable (la niña ya está crecidita y es poco impresionable en estos temas), pero sí me atrevo a recomendar hoy, a cinco días de celebrar el 126 aniversario de su nacimiento), el sentir mundano de este poeta atemporal que fue capaz de escribir soberbias maldiciones tan literariamente figuradas como realmente literales:

“Que te enamores tan locamente de una caja de hierro que no puedas dejar, ni un momento, de lamerle la cerradura”. ("21", Espantapájaros, 1932)



La poesía de Girondo no necesita ni de diccionarios ni de intérpretes. Habla por sí sola en una lengua tan sincera y llana que no solo me reconcilia con la poesía, como aseguraba el propio Sasturain, sino que sobre todo su pluma me reconcilia con el mundo. ¡Buen provecho!



En la práctica:

Hoy cumplo 42 años. Hoy, ahora, en este preciso momento. 

Hace unos días mi hijo, consciente de que esta fecha se aproximaba, me preguntaba dubitativo: "Mamá, ¿tú en qué año naciste, en mil setecientos qué?". Adoro la espontaneidad infantil, ese metafórico folio en blanco que se va llenando con genialidades de este tipo hasta conformar una personalidad única. Mi hijo me acababa de remontar al siglo XVIII, al de las Luces, al ilustrado. El siglo de la Enciclopedia, de la independencia de los EE.UU., de la revolución francesa y de la guillotina. Vivaldi, Handel y Bach. Mozart, Haydn y Beethoven. Voltaire y Rousseau, Goethe y Schiller. Kant y Adam Smith. Benjamin Franklin. Darwin y Newton. George Washington, Marie-Antoinette y Robespierre. Goya y Canaletto. Jovellanos, Torres Villarroel, Moratín. Y yo, siempre según mi hijo, claro.

Hoy cumplo 42 años. 42, el número que da "sentido a la vida, el universo y todo lo demás" según la setentera y divertida Guía del autoestopista galáctico (The Hitchhiker's Guide to the Galaxy) del genial Douglas Adams, "el más divertido de los números de dos dígitos", "un número ordinario y pequeño" (como esta que escribe). 42, el número atómico del Molibdeno. 42, los preceptos de Ma'at, diosa egipcia de la ley, el orden y la verdad. 42, el apartamento donde vivía Fox Mulder en la mítica "Expediente X" (babeo inconsciente). 42, la postura sexual que sigue ganando terreno al 69 (vale, sé que ahora mismo vas a dejar de leerme para buscar en Google alguna imagen; venga, tómate tu tiempo).

Sé que cumplir años no deja de ser un mero trámite, uno más administrativo y social que personal. Soy la misma de ayer y mañana también seguiré siendo la misma. No he sentido nada especial esta mañana al levantarme ni lo siento en este preciso momento con 42 agostos a mi espalda. Igual las cosas que no tienen importancia me importan aún menos, pero no es esa una cuestión de agradecer a la edad, sino a la madurez que, por cierto, no suele casarse pronto con aquella. La madurez nos hace apetecibles, como a la fruta. Apetecibles y hasta comibles, también como a la fruta. Aprendemos a convivir, a saber que no podemos dar diez a quien nos da por sistema solo cinco, a valorar a cada cual en su justa medida, a aceptar las cosas tal y como vienen, a no ocupar lugares que no nos corresponden, a dar y a pedir espacio. "Hembra Alpha", así tal cual me ha definido hace algunos días alguien que entra y sale de mi vida desde la época del instituto como los ojos del Guadiana, de manera irregular y cuando le viene en ganas (lo escribo desde el cariño y esta persona, ipad del trabajo en mano, lo sabe). Cuanto menos curiosa la manera en la que ven a una con 42 años. 42 ya...


P.S. Por casualidad, esta entrada se ha convertido en la número 100 de este blog (sonrío, pero callo).

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