Hermann
Hesse subrayó que “quien no encaja en el mundo está siempre cerca de
encontrarse a sí mismo”. Curiosa apreciación del Nobel de Literatura que me
obliga a observar con cierta condescendencia a mi alrededor, también con
detenimiento, para determinar, siendo sincera conmigo y con todos, que
pocos son los que encuentro próximos al autoconocimiento.
¿Qué nos está pasando? Intentamos imitar el movimiento de las aves, en bandada, según sople el viento, pero encadenados a una cuestión natural que nos empuja a buscar incansables la manera de encajar en este mundo de locos como las piezas infinitas de un puzle de dimensiones descomunales. ¿Acaso la pasión nos ciega? Adoramos a los nuevos dioses de papel couché, adulamos sus estrambóticos comportamientos y repetimos sus ademanes como burdas copias los unos de los otros. ¿Así es como pretendemos echar a volar? El afán por formar parte de la foto final nos obliga a limar nuestras aristas hasta transformarlas en curvas. “Uno, dos y... cheese”, ya tenemos nuestra instantánea con cara de bobo colgada en Facebook. ¡Payasos! Perdemos la vida intentando encajar, empleamos todas nuestras fuerzas como si la felicidad dependiera de ello. Y, lo creas o no, hay a quienes nos gustan esas aristas punzantes que forman parte de nuestras particularidades, que son las que nos convierten en especiales a unos ojos y en detestables a otros, porque en eso consiste el misterio de las relaciones humanas, en conservar intactas esas particularidades sin empeñarnos en ser quienes en realidad no somos.
Entrando en materia. No
recuerdo una época más prolija desde el punto de vista cinematográfico en
Europa que la de los noventa. El marido de la peluquera de
Patrice Leconte (1990), El pequeño Buda de
Bertolucci (1993), La reina Margot de Patrice Chéreau
(1994), Hamlet de Kenneth Branagh
(1996), Tesis de Alejandro Amenábar
(1996), Cosas que nunca te dije de Isabel
Coixet (1996), On connaît la chanson de Alain
Resnais (1997), Los amantes del Círculo Polar de
Julio Medem (1998), La lengua de las mariposas de José
Luis Cuerda (1999), Solas de Benito Zambrano (1999) o Lágrimas negras de Ricardo Franco
(1999). Para mi juvenil y reaccionario gusto, las cosas al otro lado del charco
no funcionaban, por eso la película Kafka (la segunda del
director Steven Soderbergh tras la aclamada Sexo, mentiras y cintas de vídeo ganadora
de la “Palma de Oro” en el Festival Internacional de Cine de Cannes en 1989)
fue para mí un descubrimiento absolutamente placentero, no solo porque unía en
perfecta armonía y en tan solo noventa y ocho minutos la vida y obra del
escritor checo, sino por ser una de las mejores interpretaciones de mi
idolatrado Jeremy Irons.
La carrera de Soderbergh no ha recorrido el camino cinematográfico
convencional. Con un Oscar a sus espaldas como mejor director por Traffic (2000), sus escarceos en la gran
pantalla con el soporífero George Cloony lo han impulsado a una órbita
popularmente más alta pero artísticamente menos selecta que la de los grandes
maestros del cine. Él se lo pierde.
¿Qué nos está pasando? Intentamos imitar el movimiento de las aves, en bandada, según sople el viento, pero encadenados a una cuestión natural que nos empuja a buscar incansables la manera de encajar en este mundo de locos como las piezas infinitas de un puzle de dimensiones descomunales. ¿Acaso la pasión nos ciega? Adoramos a los nuevos dioses de papel couché, adulamos sus estrambóticos comportamientos y repetimos sus ademanes como burdas copias los unos de los otros. ¿Así es como pretendemos echar a volar? El afán por formar parte de la foto final nos obliga a limar nuestras aristas hasta transformarlas en curvas. “Uno, dos y... cheese”, ya tenemos nuestra instantánea con cara de bobo colgada en Facebook. ¡Payasos! Perdemos la vida intentando encajar, empleamos todas nuestras fuerzas como si la felicidad dependiera de ello. Y, lo creas o no, hay a quienes nos gustan esas aristas punzantes que forman parte de nuestras particularidades, que son las que nos convierten en especiales a unos ojos y en detestables a otros, porque en eso consiste el misterio de las relaciones humanas, en conservar intactas esas particularidades sin empeñarnos en ser quienes en realidad no somos.
Kafka fue
un ambicioso proyecto en
blanco y negro (a excepción de unas secuencias muy concretas y
significativas en color) con un magnífico reparto que atrajo duras críticas a nivel mundial, quizás ese
sea uno de los motivos por los que nunca ha estado disponible en DVD ni
siquiera en los EE.UU. (el director ha reconsiderado el asunto y ha revelado a
los medios que en breve, tras una serie de cambios, editará ambas versiones, la
antigua y la nueva, en DVD... ¡aleluya!).
Igual así contado impone, pero en realidad no se trata de una biografía
llena de detalles puntillosos que pueda ofender a propios y a ajenos, aunque tampoco es la
recreación adaptada de su obra al libre albedrío de un joven cineasta con la
Palma de Oro a su espalda. Kafka es
la mezcla de todo eso y mucho más. Es la exposición gráfica del universo kafkiano, una
investigación en forma de ficción que pone al autor checo en el centro de unos
hechos misteriosos que más adelante se reflejarán en su obra. Imágenes en
blanco y negro de una Praga misteriosa. Una música bañada en sombras que eriza
la piel. Mr. Raban. Una eterna carta al padre en off sin un final que escribir ("tu hijo
mortalmente aburrido con cualquier tipo de vida familiar"). El grandioso
castillo que domina amenazante los tejados descoloridos de la ciudad. Estrechas
calles adoquinadas sembradas de sombras fantasmagóricas. Expresionismo en estado puro que estalla cuando el
propio Kafka se adentra en el castillo en busca de respuestas. Es entonces
cuando la pantalla se inunda de colores. Cuando las puertas se
abren a extraños submundos de realidades alternativas. Una burocracia que se ríe del pueblo. Unos
ciudadanos de segunda convertidos en conejillos de indias de las altas esferas.
Pesadillas surrealistas bañadas de humor. Y solo en el momento en el que el
protagonista es capaz de descubrir la verdad que se esconde tras un mero
trámite administrativo, todo vuelve a tornar en una realidad en blanco y negro
de estrechas calles adoquinadas y tejados descoloridos.
Está bien, lo admito. Esta no es una
película para ver un sábado por la noche con los amigos. Tampoco
es recomendable para formar parte de la típica estampa familiar de los
anodinos domingos por la tarde. Pero es MI película, la que arrastro desde hace años como una pesada cruz masoquista a mi espalda y la comparto, en exclusiva,
con quien más me apetece... contigo.
Hoy cumplo treinta y ocho años con el firme
convencimiento de que la aceptación de uno mismo no consiste en adaptarse a
piezas con las que nunca se terminará de encajar (las aristas, como el rabo de
las lagartijas, siempre vuelven a salir). Hoy me iré a la cama consciente de
que el autoconocimiento nos impulsa a considerar que, aunque los animales que
deambulan en solitario tienen mayor probabilidad de morir, es preferible vivir
en libertad veinte años que dejarse arrastrar por la manada toda una
vida.