lunes, 12 de agosto de 2013

“Kafka”, una película de Steven Soderbergh (1991)

Hermann Hesse subrayó que “quien no encaja en el mundo está siempre cerca de encontrarse a sí mismo”. Curiosa apreciación del Nobel de Literatura que me obliga a observar con cierta condescendencia a mi alrededor, también con detenimiento, para determinar, siendo sincera conmigo y con todos, que pocos son los que encuentro próximos al autoconocimiento.
¿Qué nos está pasando? Intentamos imitar el movimiento de las aves, en bandada, según sople el viento, pero encadenados a una cuestión natural que nos empuja a buscar incansables la manera de encajar en este mundo de locos como las piezas infinitas de un puzle de dimensiones descomunales. ¿Acaso la pasión nos ciega? Adoramos a los nuevos dioses de papel couché, adulamos sus estrambóticos comportamientos y repetimos sus ademanes como burdas copias los unos de los otros. ¿Así es como pretendemos echar a volar? El afán por formar parte de la foto final nos obliga a limar nuestras aristas hasta transformarlas en curvas. “Uno, dos y... cheese”, ya tenemos nuestra instantánea con cara de bobo colgada en Facebook. ¡Payasos! Perdemos la vida intentando encajar, empleamos todas nuestras fuerzas como si la felicidad dependiera de ello. Y, lo creas o no, hay a quienes nos gustan esas aristas punzantes que forman parte de nuestras particularidades, que son las que nos convierten en especiales a unos ojos y en detestables a otros, porque en eso consiste el misterio de las relaciones humanas, en conservar intactas esas particularidades sin empeñarnos en ser quienes en realidad no somos.

Entrando en materia. No recuerdo una época más prolija desde el punto de vista cinematográfico en Europa que la de los noventa. El marido de la peluquera de Patrice Leconte (1990), El pequeño Buda de Bertolucci (1993), La reina Margot de Patrice Chéreau (1994), Hamlet de Kenneth Branagh (1996), Tesis de Alejandro Amenábar (1996), Cosas que nunca te dije de Isabel Coixet (1996), On connaît la chanson de Alain Resnais (1997), Los amantes del Círculo Polar de Julio Medem (1998), La lengua de las mariposas de José Luis Cuerda (1999), Solas de Benito Zambrano (1999) o Lágrimas negras de Ricardo Franco (1999). Para mi juvenil y reaccionario gusto, las cosas al otro lado del charco no funcionaban, por eso la película Kafka (la segunda del director Steven Soderbergh tras la aclamada Sexo, mentiras y cintas de vídeo ganadora de la “Palma de Oro” en el Festival Internacional de Cine de Cannes en 1989) fue para mí un descubrimiento absolutamente placentero, no solo porque unía en perfecta armonía y en tan solo noventa y ocho minutos la vida y obra del escritor checo, sino por ser una de las mejores interpretaciones de mi idolatrado Jeremy Irons.

La carrera de Soderbergh no ha recorrido el camino cinematográfico convencional. Con un Oscar a sus espaldas como mejor director por Traffic (2000), sus escarceos en la gran pantalla con el soporífero George Cloony lo han impulsado a una órbita popularmente más alta pero artísticamente menos selecta que la de los grandes maestros del cine. Él se lo pierde.

Kafka fue un ambicioso proyecto en blanco y negro (a excepción de unas secuencias muy concretas y significativas en color) con un magnífico reparto que atrajo duras críticas a nivel mundial, quizás ese sea uno de los motivos por los que nunca ha estado disponible en DVD ni siquiera en los EE.UU. (el director ha reconsiderado el asunto y ha revelado a los medios que en breve, tras una serie de cambios, editará ambas versiones, la antigua y la nueva, en DVD... ¡aleluya!).
 
Igual así contado impone, pero en realidad no se trata de una biografía llena de detalles puntillosos que pueda ofender a propios y a ajenos, aunque tampoco es la recreación adaptada de su obra al libre albedrío de un joven cineasta con la Palma de Oro a su espalda. Kafka es la mezcla de todo eso y mucho más. Es la exposición gráfica del universo kafkiano, una investigación en forma de ficción que pone al autor checo en el centro de unos hechos misteriosos que más adelante se reflejarán en su obra. Imágenes en blanco y negro de una Praga misteriosa. Una música bañada en sombras que eriza la piel. Mr. Raban. Una eterna carta al padre en off sin un final que escribir ("tu hijo mortalmente aburrido con cualquier tipo de vida familiar"). El grandioso castillo que domina amenazante los tejados descoloridos de la ciudad. Estrechas calles adoquinadas sembradas de sombras fantasmagóricas. Expresionismo en estado puro que estalla cuando el propio Kafka se adentra en el castillo en busca de respuestas. Es entonces cuando la pantalla se inunda de colores. Cuando las puertas se abren a extraños submundos de realidades alternativas. Una burocracia que se ríe del pueblo. Unos ciudadanos de segunda convertidos en conejillos de indias de las altas esferas. Pesadillas surrealistas bañadas de humor. Y solo en el momento en el que el protagonista es capaz de descubrir la verdad que se esconde tras un mero trámite administrativo, todo vuelve a tornar en una realidad en blanco y negro de estrechas calles adoquinadas y tejados descoloridos.
Está bien, lo admito. Esta no es una película para ver un sábado por la noche con los amigos. Tampoco es recomendable para formar parte de la típica estampa familiar de los anodinos domingos por la tarde. Pero es MI película, la que arrastro desde hace años como una pesada cruz masoquista a mi espalda y la comparto, en exclusiva, con quien más me apetece... contigo.


Hoy cumplo treinta y ocho años con el firme convencimiento de que la aceptación de uno mismo no consiste en adaptarse a piezas con las que nunca se terminará de encajar (las aristas, como el rabo de las lagartijas, siempre vuelven a salir). Hoy me iré a la cama consciente de que el autoconocimiento nos impulsa a considerar que, aunque los animales que deambulan en solitario tienen mayor probabilidad de morir, es preferible vivir en libertad veinte años que dejarse arrastrar por la manada toda una vida.