miércoles, 11 de julio de 2012

"El maquinista" de Brad Anderson (2004)




Lo que son las cosas. He pasado gran parte del día arropada por una de las peores compañías que puedo desear en estos momentos: Una faringitis viral que no precisa más tratamiento que mi propia paciencia... precisamente ahora que no voy sobrada de ella. No, si ya tengo claro cómo funciona todo esto. ¡¿Que no quieres caldo?!, pues toma dos tazas.
Desde esta mañana a las seis y media, siete menos cuarto como quien dice, intento ocupar cada uno de los minutos de este solitario día con quehaceres adictivos que no supongan mayor complicación a mi estado actual. Sin apenas suerte en mi afanosa tarea, algunas horas después este día gris con tonalidades malvas empezaba a parecerme eterno. ¿Cuántas veces habré abierto el correo en busca de un mensaje? Ni idea. A la vez que hizo treinta y nueve dejé de contar. ¿Para qué? Ninguna palabra regalada llega cuando se la espera. ¡Menudo martirio!. "Silvia, tienes lo que te has buscado, ni más, ni menos" me he soltado al oído, tan fuerte y tan cruel como una bofetada sin mano, mientras buscaba una película que llevarme a la boca. Es que últimamente no como demasiado.
Por una vez ha sido fácil decidirme. Lo ideal para engalanar los días grises son los thrillers psicológicos que emborronan la mente con historias imposibles. De esos debo de tener quince o veinte en casa. Memento. The Game. À la folie… pas du tout. Identidad. The Jacket. Hard Candy. Número 23. El maquinista. ¡Esta! ¡Sí, sí, esta! El maquinista. La culpabilidad llevada al límite. Muy apropiado.

Recuerdo que la primera vez que vi esta película el aspecto de su protagonista, Christian Bale, me impresionó hasta el impacto emocional. Su delgadez extrema, enfermiza, casi inhumana, da grima. "Como sigas así vas a desaparecer" le repiten sus partenaires divertidas a lo largo de la historia. Ensoñaciones que parecen más reales que la propia realidad. Personajes que aparecen y desaparecen con la rapidez de un parpadeo. Los tonos grisáceos de El maquinista se apoderan de la estancia. "Como sigas así vas a desaparecer", ¿de qué me suena a mí eso? En fin. En días en los que no me aguanto ni yo, me pregunto: ¿es posible olvidarse de uno mismo hasta el punto de llegar a desaparecer? Con total sinceridad, no tengo ni idea. De todos modos hoy, precisamente hoy, me la trae al fresco. Como Trevor en su desdicha, yo “solo quiero dormir".

 
 
ARGUMENTO: Trevor, el maquinista de una fábrica de ferralla, lleva un año sin dormir. Lo suyo, más que un caso agudo de insomnio, parece una paranoia delirante provocada por un episodio guardado a buen recaudo en su subconsciente. La falta de sueño, unida a la escasa ingesta de alimentos, llega a mermar su capacidad de raciocinio hasta rozar la locura. Atormentado por su propia conducta, ve conspiraciones allá donde no las hay, obligándose a recluirse en soledad en busca de la fatal respuesta.

martes, 10 de julio de 2012

"Le Scaphandre et le Papillon" de Julian Schnabel (2007)


Pocas veces, creo recordar, he podido mantenerme indiferente ante un estímulo emotivo con independencia de la naturaleza del mismo. Mi cuerpo se resiente, más de lo que desearía, pero mi ánimo sale a flote en busca de continuas bocanadas de aire fresco materializadas, normalmente, en la diversidad artística. Por fortuna, el desconocimiento en la materia me da la suficiente libertad para hablar de cualquier tema que se me antoje con la inmunidad propia del ignorante. Hace tiempo que andaba tras las huellas de esta plástica co-producción franco-norteamericana. En cuanto conocí la existencia de la novela autobiográfica de Jean-Dominique Bauby y de cómo esta había sido escrita, dictada letra a letra con su párpado izquierdo, supe que no podría pasar sin ver la cinta de Julian Schnabel. Le Scaphandre et le Papillon.
 
A principios de los noventa, recién estrenada la cuarentena, Jean-Dominique Bauby, el excéntrico redactor jefe de la revista francesa Elle, sufrió una embolia masiva. Tras tres semanas en coma, Bauby despertó víctima del llamado “síndrome de cautiverio”. Totalmente paralizado, Jean-Do malvivió durante meses encerrado en su cuerpo inerte (la escafandra) sin poder comer, ni beber, ni hablar, ni respirar sin asistencia, mientras su mente funcionaba con la normalidad habitual de quien conserva intactas la memoria y la imaginación (la mariposa). En el hospital de Berk-Sur-Mer especializado en dolencias similares donde fue confinado, aprendió con paciencia a comunicarse mediante el parpadeo de su ojo izquierdo. Gracias a esta habilidad forzada, Jean-Dominique Bauby recreó el mundo desde su particular y nueva situación en la novela La escafandra y la mariposa en la que se basa la película de idéntico título.




Para los que aún lo duden, Jean-Do sufrió, cada minuto de su decepcionante estado sufrió. Pero no por él, no, lo hizo por su padre de noventa años enclaustrado en un piso del que sus piernas ya no le permitían salir. Lo hizo por sus tres hijos a los que ya nunca volvió a poder acariciar. Por su exmujer, por ella también, por acompañarle sin reservas en esa cruel etapa de su vida. Sufrió por su nueva pareja, por dejarla abandonada a su suerte, y por cada una de las personas que le facilitaron la existencia mientras su cuerpo yacía inmóvil postrado en una cama. Sufrió por no tener palabras para animarles, ni voz para decirles “te quiero”, por no poder dar un beso ni regalar un abrazo, por miles de razones generosas que le hacían pensar en los demás por encima de sí mismo.
Aferrarse a la vida cuando son otros los que deben vivir por ti es obligarles a dejar a un lado sus hábitos cotidianos para adoptar los tuyos. Aferrarse a la vida a costa de la vida de los demás es egoísmo en estado puro. Aferrarse a la vida cuando ya no nos toca vivir es restarle días de bonanza a quienes más te quieren. En fin, no me gustaría verme en una de esas y que me obligaran a vivir. No sería feliz sabiéndome una carga.
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Jean-Dominique Bauby murió de neumonía el 9 de marzo de 1997.


 

domingo, 8 de julio de 2012

Concédenos un minuto, por favor

No sé bien por dónde empezar. Las presentaciones me gustan casi tan poco como las despedidas, aunque ambas sean obligadas en momentos puntuales de la vida. Quizás debas saber que, cuando dejo que mis dedos bailen sobre el teclado, me descubro diminuta, casi inexistente, porque sé que necesito un minuto de tu tiempo, un minuto me basta para saberme persona y no solo una serie imprecisa de palabras que se hilvanan entre líneas invisibles como las cuentas de un collar. Existo porque tú quieres que exista y, si dejas de pensar en mí, si decides no regalarme el minuto de tu tiempo que me haga corpórea, entonces me evaporaré presa del silbido de una olla exprés que avisa de que todo ha terminado incluso antes de empezar. De ti depende.