jueves, 23 de mayo de 2013

"Café de Flore", una película de Jean-Marc Vallée (2011)


Ficha Técnica:


Título original: Café de Flore

Director: Jean-Marc Vallée

Género: Drama

Duración: 120 minutos

País: Canadá






Sinopsis:


Antoine, un exitoso DJ de Montreal, lo tiene todo al alcance de la mano para ser feliz. El amor de Rose, su nueva pareja. El cariño de sus dos hijas. La entrega afectuosa de sus padres. Dinero. Salud. Y una profunda crisis existencial favorecida por Carole, su exmujer, su amor de juventud, el hilo de unión con la historia de Jacqueline, una madre entregada a la crianza en solitario de su hijo Laurent, síndrome de Down, en el París de los años sesenta. Su afán por no dejar desprotegido socialmente al pequeño roza la obsesión. La vida común de madre e hijo fluye con la tranquilidad de las aguas del Sena hasta que aparece Veronique, una nueva compañera de colegio del pequeño aquejada del mismo síndrome, con la que Laurent pronto conectará de manera excepcional. El mundo se agita bajo los pies de Jacqueline, que no sabe aceptar que su hijo necesite a alguien que no sea ella misma, como lo hace bajo los de Carole, que sufre al comprobar que su exmarido es feliz en los brazos de otra mujer.



En la teoría:

Estos días están siendo muy especiales para mi hijo. Comienza una nueva etapa en su vida sin celulosa ni toallitas húmedas. Él mismo sabe, dentro del entendimiento propio de su edad, que es el único protagonista de algo importante que está ocurriendo a su alrededor. No voy a mentir, le está costando. Se niega a utilizar el orinal y, así, es difícil. Que tenga paciencia me dicen las señoritas, que solo lleva cuatro días... ¡y veinte lavadoras! Hace un rato, mientras yo servía la comida, se ha acercado a mí muy apurado, casi haciendo “pucheritos”, con el pantalón empapado:
- Mamá, soy malo.
- No, cariño, tú no eres malo, eres el niño más bueno del mundo. ¿Por qué dices que eres malo?
- Porque me he hecho pipí encima.

Me lo temía. "La comida puede esperar". Tocaba momento charla madre-hijo. Reconozco que no sé cómo hacerle entender que se trata solo de una fase evolutiva, que no me enfado porque aún no sepa controlar los esfínteres ni que tampoco me importa ir tras él con la fregona para limpiar lo que ensucia cada treinta minutos. Intuyo que me sobran palabras aunque sé que compenso con las buenas intenciones. No me queda más que echarle paciencia. Me he arrodillado en el suelo, me he sentado sobre las piernas para estar a su altura y lo he colocado frente a mí. “¡Ay, dios, qué le digo yo ahora!”. He respirado hondo y... Al final, él ha sonreído satisfecho. Yo, también.
Creo que jamás podré entenderme con nadie tan bien como me entiendo con él. Si yo creyera en la existencia del alma, que no creo, desde luego que sin duda alguna nombraría a mi hijo portador de mi alma gemela aun sabiendo que la apreciación no es compartida. Soy de las que defienden que la conexión que se establece entre los seres humanos es más química que espiritual y viene motivada por detonantes tan dispares como una mirada dirigida a los labios o un recurrente déjà-vu, nueve meses en el vientre o cinco minutos en el "Messenger", un silencio prolongado o una llamada a tiempo. Nunca se necesitan demasiadas razones, solo algo de voluntad. Estoy segura de que en la inmensidad del mundo existe alguien con quien poder conectar con la facilidad, la simpleza y la exactitud de un puzle de dos piezas. En eso consiste exactamente Café de flore, una coproducción franco-canadiense de 2011 dirigida por Jean-Marc Vallée.

La crítica española no fue nada benévola con la tercera película de Vallée tras la aclamada y totalmente recomendable C.R.A.Z.Y. (2005). ¡Ah, los críticos y sus patochadas! La tacharon de auténtica pifia, de pretensiosa y descuidada, de caos mal resuelto y de no sé cuántas cosas terribles más. Lo cierto es que a mí, como espectadora, no me pareció nada de eso. Igual es que yo no escribo movida por las cifras de la taquilla, no sé. Desde luego, si estos son los mismos que opinan que el papel interpretado por sir Ben Kingsley en Ironman 3 es un gusto para los sentidos, apaga y vámonos.

El planteamiento argumental de Café de flore presenta una dualidad alternante desde el inicio de la película hasta casi el final, cuando se descubre el punto de unión de dos historias, aparentemente lejanas en espacio (París-Montreal) y tiempo (años sesenta-actualidad) pero con dos elementos comunes: El amor incondicional (de una madre por su hijo-de una mujer por su exmarido) y la canción que da título a la película ("Café de flore" de Matthew Herbert). La estructura triangular es la encargada de generar la tensión argumental al punto de su ruptura. Jacqueline-Laurent-Veronique y Carole-Antoine-Rose conforman dos triángulos de aristas redondeadas en los que el amor es bien y mal entendido en diferente proporción. ¿Existen las almas gemelas?, parece que sí, aunque no siempre se sea correspondido.

Ese es el caso de Jacqueline y de Carole, dos mujeres y una única obsesión. La primera en el París de los años sesenta, abandonada por su marido, lucha por evitar la exclusión social de su hijo con síndrome de Down. La segunda en el Montreal de nuestros días, ve como su exmarido, un afamado DJ, sufre una gran crisis de identidad. Dos ciudades diferentes, dos épocas diferentes, pero un mismo amor atemporal visto desde un prisma obsesivo y protector. El final de la cinta, inimaginable pese a las sutiles pistas que se nos descubren, ayuda al espectador a unir los fragmentos de una historia que se alarga cuatro décadas en el tiempo.


Una mención especial merece el recurrente artificio de Vallée que, como ya hiciera en C.R.A.Z.Y., convierte la ambientación musical en hilo conductor de una acción cambiante al estilo de los discos en los platos de un DJ experimentado. Tomando de referente la canción de Herbert en sus múltiples variantes, el recorrido sonoro regala temas de "The Cure", "Pink Floyd" y "Sigur Rós" entre otros. Gracias a esta exquisita banda sonora se liberalizan las emociones de los protagonistas: Una forma magistral de utilizar un bien universal en propio beneficio.




En la práctica:

Café de flore es una película intensa, emotiva y conmovedora, sensible y musical. Es una historia corriente de amores extraordinarios que no sucumben a la muerte, ni real ni metafórica, y que intentan mantenerse intactos recluidos en una burbuja. Es la historia de personas que tienen los ingredientes necesarios para ser felices y que, sin embargo, no lo son. Tal vez sea tu historia. O la del vecino. Puede que un día sea la de mi hijo. O quizás la del tuyo. No lo sé, nunca se sabe. ¿Me permites un consejo?, si quieres conservar a tu alma gemela regálale un hueco en el cajón de tus calcetines. Cada cual que saque sus propias conclusiones.


domingo, 19 de mayo de 2013

“El desprecio”, una película de Jean-Luc Godard (1963)

Llueve. Llueve con intensidad tras unas semanas de mayo disfrazadas de mes de julio. La lluvia conlleva un silencio peregrino de tintineo de copas que se chocan tímidas, celebrando sin festejar una noche que terminará entre sábanas revueltas. Ese seductor silencio rodea mi estudio, tan pequeño que solo abarca la dimensión de un libro abierto. Cualquier día amaneceré convertida en un pececillo de plata que sobrevive enganchado a la cola de encuadernar. Quien quiera entender que entienda.
El decadente y repetitivo “ring” del móvil de mi marido me obliga a salir de este extraño aturdimiento. Unos segundos después intento volver al mismo lugar de imaginario recogimiento, intento retomar palabras, frases, párrafos que me resultan imposibles de encadenar porque algo se ha roto en mi cabeza y, temiendo que sean los últimos restos de cordura que aún atesoro, salgo al mundo exterior que representa el resto de la casa. Es entonces cuando la melodía de mi móvil, la reservada para los que tienen la fea costumbre de turbar mi tranquilidad (“Off & On” de Findlay), lo inunda todo mientras mi cabeza se convierte en el cepillo de una iglesia de pueblo en el que las beatas, en lugar de echar limosnas, tiran piedras. Mal presagio. “Recomiéndame una película, por favor. Pero no una de las tuyas, necesito una de las que ven las tías normales un sábado por la noche”. La primera en la frente… o no, todavía no me ha quedado demasiado claro si es bueno o malo que no me consideren una “tía normal”. Pienso unos segundos. “Intocable de Olivier Nakache o La delicadeza de los hermanos Foenkinos, con Audrey Tautou”. “No, esas no me valen. Una de Jennifer López o de la de Friends, una comedia americana de las de toda la vida”. “¿De las de toda la vida? ¿Tú y yo con Cary Grant y Deborah Kerr?” (me pierde esa película en blanco y negro). “No, coño, más moderna”. “¿Annie Hall de Woody Allen?”. Después de marearme un buen rato con algo que podría haber solucionado él solito en dos minutos con la ayuda de “Google”, no llegamos a un entente cordiale. Ya sabía yo que se merecía más que nadie ese tono de llamada.
Lo cierto es que no sé por qué se toma tantas molestias. Da igual las horas que pasen juntos sentados en el sofá ante el televisor viendo una comedia romántica. Da igual los fines de semana que repitan la misma operación. Ni siquiera importa que pasen toda una vida practicando el mismo ritual. Los conozco y se tirarán los trastos a la cabeza tarde o temprano. Tienen tantas cosas insulsas y tan pocas profundas en común que llegará el día en el que, irremediablemente, se desprecien el uno al otro. Ley de vida según el escritor italiano Alberto Moravia quien en Il disprezzo, novela de 1954, nos recuerda que la incomprensión dialéctica es el drama de la convivencia contemporánea. ¡Vaya!
Ya sabes que a mí no me gusta hablar de lo que precisamente más controlo, así que dejo a otros las disertaciones sobre los aspectos filosóficos de Moravia y me centro en la adaptación del gran director francés Jean-Luc Godard de 1963, Le mépris, su mayor éxito comercial gracias, en parte, a una Brigitte Bardot ligerita de ropa.

El desprecio, asentado sobre dos grandes pilares narrativos interrelacionados, es fiel reflejo de su época. Con la excusa de la creación de un guion cinematográfico sobre la Odisea de Homero, se desarrolla poco a poco la historia de amor entre dos que parecían haber nacido para morir juntos. Los protagonistas, Camille y Paul, un matrimonio recién casado, deambula casi sin darnos cuenta del amor pasional al cariño respetuoso y de la indiferencia al desprecio en apenas una hora y media. En este doble contexto argumental el director aborda la evolución de los sentimientos como si de una tragedia griega se tratase. La acción en ese sentido transcurre de manera estructurada, al estilo clásico de las tres unidades aristotélicas (tiempo, lugar y acción), en tres actos: Cinecittà (amor pasional de Camille y aceptación de Paul de la oferta para realizar el guion), la casa del matrimonio (desengaño de Camille y conflicto personal de Paul entre su vocación literaria y los ingresos que le supondrá el guion) y Capri (ruptura del matrimonio y materialización del guion). Una película dentro de otra. Magistral.
En general, es fácil que el espectador se sienta identificado en algún momento con el matrimonio protagonista. Son numerosas las etapas por las que se pasa en los escasos cien minutos que dura la historia. El auge amoroso de los primeros años. El paulatino desencanto al que somete la convivencia diaria. La indiferencia obligada cuando los caminos divergen. El frío desprecio al que se llega sin remedio. Los silencios hieren en esta historia de dos que solo la pareja implicada habría podido reescribir con final feliz. Y, a todo esto, ¿qué opino yo en realidad? Pues que el amor marital es como la materia, ni se crea ni se destruye, solo se transforma.

Sinopsis: Paul y su atractiva mujer, Camille, parecen formar la pareja perfecta. Sin embargo, su relación se precipita hacia la ruptura a partir del momento en el que él acepta la oferta de un arrogante americano para escribir el guion de una gran producción basada en la Odisea de Homero. Embebido por la situación, Paul propicia una confusión entre el productor americano y su propia mujer, que se considera una moneda de cambio dada al mejor postor. Como consecuencia del error, el guionista se verá inmerso en una dolorosa crisis matrimonial que tiene al desprecio de protagonista.




Prefiero no pronunciarme respecto a los actores principales. Las curvas de la Bardot de los sesenta me gustan hasta a mí, pero su talento interpretativo es bastante cortito en cualquier década habida y por haber. En cuanto a Michel Piccoli… como bien dice su apellido, “pequeño, pequeño, pequeño”.
Jean-Luc Godard es otro cantar. Como representante de la nouvelle vague que irrumpió en el panorama cinematográfico galo a finales de los cincuenta, el director exhibe en El desprecio el manifiesto artístico que recoge los puntos esenciales de la “nueva ola” francesa. Junto a Claude Chabrol (mencionado en la entrada dedicada a En el corazón de la mentira) y a François Truffaut (Fahrenheit 451, temperatura a la que se quema el papel según la novela homónima de Ray Bradbury, que me parece el equivalente europeo de la americana Blade Runner de Ridley Scott, una obra maestra que se desarrolla en una sociedad “futurista” en la que el objetivo del gobierno es impedir que los ciudadanos tengan acceso a los libros ya que la lectura se considera un verdadero peligro), son los tres claros referentes de un nuevo modo de hacer cine que pretendía reaccionar contra las estructuras impuestas hasta ese momento postulando la libertad técnica por encima de cualquier otro artificio.

viernes, 10 de mayo de 2013

“Amor”, una película de Michael Haneke (2012)


Ficha Técnica:




Título original: Amour

Género: Drama


País: Austria


Duración: 127 minutos


"Georges: Imagina que estuvieras en mi lugar. ¿No piensas que esto pudo haberme ocurrido a mí?

Anne: Sí, claro. Pero la realidad y la imaginación tienen poco en común".


Sinopsis:

Anne y Georges son dos profesores de música jubilados que llevan una existencia tranquila. Una mañana ella parece entrar momentáneamente en estado catatónico. Los resultados médicos obligan a una operación coronaria rutinaria que, contra todo pronóstico, sale mal. Anne abandona el hospital con una hemiplejia en la parte derecha de su cuerpo que la obliga a trasladarse en silla de ruedas. La salud de la anciana protagonista empeora mientras su marido se dedica a cuidarla en cuerpo y alma a la espera de lo inevitable.



Primer plano:

No sé por qué extraña razón a veces permanecemos invisibles a ojos de los que nos rodean. En ocasiones ni siquiera somos conscientes de que han pasado cinco años y la cajera del supermercado de la esquina nos sigue tratando de usted. O las compañeras de gimnasio con las que nos cruzamos a diario, esas ni se han percatado de nuestra presencia. A veces dejamos de existir hasta para quien tenemos al lado, sin más misterio que la propia convivencia. 


Parece que este país sigue sin aprender, ¿no? En plena época de crisis seguimos concediendo premios de alto coste cuyo único fin es enaltecer una monarquía denostada a la que se le perdona todo. ¡No aprenderemos nunca! Hoy hemos comido (es un decir) con el nuevo Premio Príncipe de Asturias de las Artes: El director de cine austriaco-alemán Michael Haneke. Que conste que me encanta su trabajo en general, pero ¡¿tenía que ser alemán?! Conozco la obra de Haneke desde hace una década (¡me hago mayor!). Allá por el año 2000 invité a ver en DVD Funny Games al que era por entonces mi novio, hoy mi marido, entusiasta de La naranja mecánica de Kubrick. Luego vinieron en 2001 la sobrecogedora La pianista y la afrancesada Caché en 2005 (curiosamente los protagonistas comparten nombre con los de Amor, George y Anne). De esta última aún recuerdo los colores, la recurrente calle que baja, la ventana de la casa, la puerta, los reproches de dos sentados a la mesa, la convivencia en estado puro. 

Cuando vi el tráiler de la oscarizada como Mejor Película Extranjera de 2013 prometí que no me la perdería... ¡Magnífica! Extraordinaria, en serio. Jean-Louis Trintignant (Georges) interpreta el papel de marido entregado de manera sublime. Lo cierto es que de este actor solo sé que es el padre de la malograda actriz Marie Trintignant (a la que cité en la entrada dedicada a Una dulce mentira) y que actuó en Rojo (1994), la última entrega de la trilogía de los Tres colores de Kieślowski. Adoro esa trilogía, en especial Azul (la banda sonora debería ser considerada pecado mortal), cinta en la que actúa Emmanuelle Riva (Anne). Recuerdo a esta actriz en Hiroshima mon amour (1959), una película franco-japonesa dirigida por Alain Resnais. ¿Qué quién es ese?, para mí el director de una de mis películas francesas preferidas, On connaît la chanson (1997), para ti... ya me dirás. supongo que no es necesario que reconozca que me encanta el cine europeo de autor, en especial el galo, y el halo de ensoñación que cubre la mayoría de sus historias de un extraño color gris. Claro que en nuestro país hay buen cine, pero también hay mujeres altas y bajas, rubias, morenas, pelirrojas, teñidas y sin teñir, delgadas y no tanto. Vamos, que para gustos...


Con sinceridad, sin ser yo una experta, esta historia de silencios disfrazados de puntos suspensivos me parece una auténtica obra maestra. Me asombra que las notas de un piano invisible, al que todos parecen ver salvo el propio espectador, se convierta sutilmente en el hilo conductor de esta historia de amor verdadero en el que la evidencia de la vejez hace estragos en los cuerpos mientras deja intacta la mente. Los detalles estudiados al milímetro confieren al guion una cotidianidad tan real como conmovedora de noches en blanco y de días sin descanso. El paso del tiempo se ralentiza magistralmente a la vez que se apagan los protagonistas entre desiguales lámparas de mesa gracias a la sucesión pausada de los fotogramas de una casa vacía, de una colección de arte. Haneke muestra en ciento veinte minutos una tranquila historia de amor del que no entiende de obligatoriedad. El amor que es capaz de soportar la tozudez de la edad, la falta de escrúpulos, el dolor y la desesperanza sin preocuparse por mantener el tipo de cara a la galería. Una historia de amor infinito sin empalagues ni enternecimientos, sin voces en off que piensen por el espectador. Un amor sin ataduras familiares, real como la vida misma. Hay quien en su día me dijo que esta película peca de lenta. ¿Lenta?, yo voy al cine sin prisas, si quiero correr me apunto al gimnasio.





Plano subjetivo:

Ve la película, por favor. Disfrútala pensando en quien te la recomienda. Hazlo por los viejos tiempos, cuando aún tenías la necesidad de sorprender, cuando tenías ganas de parecer interesante a los ojos de alguien. O, si lo prefieres, deléitate por los nuevos tiempos, por las ganas renovadas de parecer interesante a otros ojos. Da igual el por qué, tú solo ve esta película, por favor. Te la regalo.

domingo, 5 de mayo de 2013

"Au cœur du mensonge", una película de Claude Chabrol (1999)

Esta noche me he tomado unos minutos para pensar en ti, para mirarte metafóricamente a los ojos y, con una sonrisa neutra, recordarte que hubo una época en la que tú y yo pensábamos de la misma manera. No sé en qué momento o por qué circunstancia nos abandonamos a la costumbre, pero intuyo que eso es algo que a ti ya te importa tan poco como a mí. Así funcionan en realidad estas cosas. Esta noche creo haber adoptado el papel de un Adán al que un dios todopoderoso y apolítico le acaba de arrancar una costilla. Si Paul Sheldon rondara por aquí cerca le pediría el número de teléfono de Annie Wilkes, igual ella podría pasarme algunas cápsulas de “Novril”. Me temo que, por mucho que se empeñe el Altísimo en modelar el fisurado hueso, de mí no va a surgir ninguna pecaminosa Eva. Hoy ha sido un día intenso. Hemos tenido visita en casa desde bien temprano y ahora necesito desconectar... hasta de ti. 

A día de hoy dudo de que existan carreras cinematográficas tan largas e intensas como la del “director de la oronda figura”, Claude Chabrol, historia viva del séptimo arte francés. Durante cuatro décadas su manera de recrear estéticas y narrativas clásicas, que el cine comercial ha relegado por desgracia casi al olvido, ha resultado ser en cifras todo un atrevimiento. En el corazón de la mentira no es una excepción. Delicadamente pausada, literaria, teatral y bañada en aguas de otro tiempo, esta cinta se convierte desde el inicio en un auténtico placer para los sentidos.
En Au coeur du mensonge Chabrol utiliza la relación de un profesor con una de sus alumnas como excusa argumental para desarrollar varias historias paralelas de amor y muerte en un pueblo del norte del país. Esta película, representativa del cine noir francés, es una sutil crítica social en la que el espectador paladea con sumo gusto la música que la acompaña. Cerrar los ojos y dejarse poseer por ella es como saborear un beso húmedo y tranquilo que parece que no vaya a acabar nunca. Un beso de esos en los que los labios casi no se mueven, salvo por el rictus imperceptible de una pareja de sonrisas nerviosas, mientras las lenguas bailan en perfecta armonía un vals arropadas por la cavidad de dos bocas que se desean momentáneamente por encima de todas las cosas. No se puede pedir más.





La acción transcurre al ritmo de las vidas de los propios personajes, pausada pero continua, al estilo de un algodón de azúcar esponjoso que se va formando poco a poco en una barraca de feria a los ojos de un niño. Las mentiras encadenas que se hilan a lo largo de la historia terminan por tejer un tapiz bicolor de la edad adulta, el reflejo de la rutina más pegajosa, el escaparate de las enfermedades del alma, la sociedad al natural.


Sinopsis: Una niña de 10 años aparece estrangulada en un pequeño pueblo de Bretaña. La comisaria, recién llegada a la comarca, comienza interrogando a René, profesor de dibujo y última persona que vio a la pequeña con vida. Los rumores sobre René se multiplican al tiempo que Viviane, su mujer, lucha contra ellos. Pero el descubrimiento durante la investigación de la relación de Viviane con un famoso escritor se suma a la confusión general. Una segunda muerte violenta acaba por aterrorizarlos. La comisaria escucha. El pueblo al completo habla.


                                “Quand je suis avec toi tu ne peux pas te retrouver"


Existencias aburridas, convivencias maltrechas, parejas venidas a menos, historias cotidianas bañadas por la cadencia abrumadora de la lengua de Baudelaire y Les fleurs du mal, un rato de relax, unos minutos para pensar en ti, el resto del día para hacerlo en mí. No, no se puede pedir más.

miércoles, 1 de mayo de 2013

"The Visitor", una película de Thomas McCarthy (2007)

Hace dos noches que apenas duermo. La costilla me está matando, palabra. Me destapo. Me tapo. Saco un pie. Lo meto de nuevo. Miro el reloj. Lleno mi taza de StarWars hasta los topes de Cola-Cao. Vuelvo a mirar el reloj mientras me lo bebo. Me desespero. Respiro hondo. Cuento ovejitas. Empieza a entrar luz a través de la persiana. De nuevo el reloj. Y, sin remedio, me levanto con sigilo en plena noche para no despertar a mi compañero de cama.

Ayer volví a ver esta película que, por su tranquila crítica social, necesitaba recordar al detalle. Soy consciente del mundo en el que nos ha tocado vivir y, sobre todo, del que vamos a dejar a nuestros hijos. No es que yo sea una visionaria, tan solo no miro hacia otro lado cuando la realidad del país se cruza en mi camino. La inconsciencia social es uno de los males del siglo XXI: todos somos muy tolerantes, todos somos muy solidarios, pero antes barremos para casa. ¡Lo que realmente somos es tristes! Sí, tristes, yo, tú, él, este, ese, aquel, el de más allá. Unos cobardes escondidos tras las manipuladas noticias de cualquier telediario: Ellos dicen "blanco" y, como borregos, nosotros repetimos "blanco, blanco". Tengo cerca de cuarenta años y poco más de un metro cincuenta y cinco centímetros de puro carácter, a mi edad intento bailar al son que me apetece en cada momento no al que me marcan otros porque mi lengua, para bien o para mal, todavía la articulo yo. A mí me dan igual las actrices subversivas que piden pan para sus hijos embutidas en vestidos de alta costura pagados con subvenciones del Estado. Tampoco me importan demasiado los profesores que no han sido capaces de salir a la calle para protestar por un sistema educativo que no funciona y que, por tanto, no hace ningún bien a nuestros hijos pero que pierden el culo cuando se les insinúa que deberían trabajar cuarenta horas semanales. Me resbala que el Madrid o el Barcelona se disputen la liga y que “TeleCirco” sea la cadena más vista en España. Este país no funciona porque tratamos a los charlatanes de feria como si fueran dioses y los encumbramos en lugares que nos les corresponden, porque nos gusta regodearnos en nuestra propia ignorancia con un tubo de cerveza fría en la mano. Lo sé, me lo has dicho muchas veces, calladita estoy más mona, pero la belleza es un concepto tan relativo que hace años que dejó de preocuparme. A mí quienes de verdad me preocupan son aquellos que carecen de los medios económicos y de la capacidad suficiente para exigir que se respeten sus derechos. Me importan los trabajadores que no tienen vacaciones pagadas, ni días festivos, ni asuntos propios, ni horas médicas. Me irritan los contratos basura de los universitarios que viven en un país que premia más la mediocridad que la excelencia. Me conmueven los sin voz, los que no existen dentro de un sistema corrupto, los que buscan un lugar dentro de la sociedad sin el respaldo de ninguna bandera. Me inquieta que el adjetivo "honrado" desaparezca de nuestro diccionario sin que nos hayamos dado apenas cuenta. Me asusta que un día pueda ver a alguien conocido rebuscando en los contenedores de basura a las puertas de un supermercado y no sepa qué decirle. Sobrevivimos en un país que se cae a pedazos y en el que nadie se encarga de recoger sus fragmentos para recomponerlo algún día. ¡Así de bien nos va!
 
The Visitor es una de esas películas capaces de transmitir sensaciones sin necesidad de recrearse en palabras artificiosas, solo gracias al poder de las miradas. En ese sentido, la soledad tiene los ojos claros y las comisuras de los labios dirigidas al suelo. Se oculta bajo gafas cambiantes, unas veces coloreadas, otras transparentes, a las que sus propias pupilas se adaptan poco a poco hasta convertirlas en una máscara que lucir de cara a la galería. Esa soledad falsamente deseada del protagonista le arrastra a asumir su desdicha convertida en rutina como el que se mira al espejo y no se reconoce en él. Por su contra, la compaña luce los ojos oscuros y las comisuras de los labios danzan ingenuas hacia las nubes. Tiene patas de gallo y unas terribles ganas de caminar hacia delante, unas veces por el sendero más corto, otras por el más largo, pero siempre impulsadas por anhelos desvencijados por el tiempo que, sin remedio alguno, le hacen llorar a solas. La compañía que los tres personajes inmigrantes de esta conmovedora historia regalan al protagonista no les resta ni un ápice de dicha. Porque se puede ser feliz persiguiendo un sueño o compartiendo parte de tu tiempo con quien apenas conoces, buscando un abrazo fuerte de esos que no dejan respirar o dando sin esperar nada a cambio, guardando silencio cuando no hay nada que decir o gritando desesperado cuando las palabras faltan, susurrando un "no quiero que te vayas" a las puertas de un viaje sin retorno o aceptando que por mucho que insistas esta vez no volverá. McCarthy enseña, a los ojos de un hombre solitario de mediana edad que aprende a luchar en favor de las injusticias sociales, que una simple mirada es a veces el mejor remedio contra la soledad.
 
Sinopsis: Walter es un gris y solitario viudo que trabaja como profesor de economía. Intenta llenar su tiempo libre tomando unas clases de piano que le mantienen unido a su difunta esposa y recopilando información para un libro que en realidad hace años que dejó de escribir. Por circunstancias laborales se ve obligado a viajar a Nueva York tras los atentados del 11-S. Cuando llega al apartamento que posee en la ciudad de los rascacielos es sorprendido por una joven pareja que vive allí alquilada a los que un tercero ha estafado. Sobrecogido por la historia de Tarek (un músico sirio-palestino) y de Zainab (una diseñadora de joyas étnicas de Senegal), Walter les ofrece quedarse unos días con él. Es entonces cuando se forja lentamente entre ellos una relación de sincera amistad que se ve truncada el fatídico día que la policía arresta a Tarek en el metro ante la mirada impotente de un Walter que recién descubre que el sistema no trata a todos por igual.

The Visitor es una llamada a la revolución tranquila y lúcida de quienes saben que cuestionarse de dónde venimos en esta ocasión no va a servir para aclararnos hacia dónde nos encaminamos.