El hecho de conocer mi identidad, la identidad de la persona que escribe cada una de las palabras que ahora lees con mayor o menor interés, no supone ningún tipo de implicación que te empuje a estar más o menos de acuerdo conmigo. Da igual de dónde vengo o hacia dónde se dirigen mis pies, si camino en línea recta saltando cada obstáculo que se me presenta o si prefiero trazar sobre la tierra un paradójico signo infinito que no me conduzca a ninguna parte. Nada hay de diferente en mí de ayer a hoy y, sin embargo, todo parece distinto. Porque, guste o no, la percepción de la realidad puede cambiar en un único parpadeo. De cada cual depende obtener de ello un beneficio o una desventaja respecto a los demás.
Puesto que aquello
que nos configura tal como somos no se percibe a simple vista, resulta
esperanzador rascar la desigual superficie con el canto de una moneda como
quien busca un boleto ganador. Al igual que bajo la tierra se esconden las
robustas raíces de los árboles más grandes o los profundos cimientos de los
edificios más altos bajo el cemento, las personalidades más ricas en
matices son las responsables de que nuestro exterior resulte tan accesorio y
prescindible como la ropa de baño en una playa nudista de la que se disfruta
sin complejos. No me cabe la menor duda de que la cotidianidad, si así
se quiere, puede pintar en tonos alegres.
Que no te sorprendan mis
palabras, tras ellas tan solo se esconde una persona muy “de andar por casa”
que no cree que la vida en sí tenga ningún sentido oculto (ni bueno ni malo).
Todo se reduce a una sencilla máxima: Puesto que cada uno es libre de
elegir qué es primario y secundario en su día a día, qué hacer o deshacer en
cada ocasión, cada cual debe asumir sus consecuencias sin olvidar que es
precisamente de esa elección de lo que depende el éxito o el fracaso vital.
Y es que, al igual que esa verdad que cae como una jarra de agua helada, la
vida está para afrontarla de infinitas maneras.
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