Carta del 12 de agosto
"Cierto,
Albert es la mejor persona bajo el sol. Ayer tuve con él una escena curiosa.
Fui a su casa para despedirme de él, pues me dieron ganas de dar una vuelta a
caballo por la montaña desde donde ahora te escribo, y estando paseando por su
habitación me saltaron a la vista sus pistolas. «Préstame las pistolas para mi
paseo», le dije. «¡Por mí...! —respondió—, pero tendrás que tomarte la molestia
de cargarlas; sólo cuelgan ahí de adorno». Descolgué una de ellas y él añadió:
«Desde que mi poca precaución me jugó una mala pasada no quiero saber nada más
de ese artilugio.» Tenía curiosidad por saber la historia. «Estaba pasando en
el campo, en casa de un amigo, una temporada de tres meses, tenía unas
tercerolas descargadas y dormía plácidamente. Una tarde de lluvia, estando
sentado sin saber qué hacer, se me ocurrió pensar que podían atracarnos y
podíamos necesitar las tercerolas y podríamos... ya sabes lo que pasa. — Se las
di al criado para que las limpiara y las cargase. Éste se puso a jugar con las
criadas, quiso asustarlas y Dios sabe cómo, se le disparó el arma, estando la
baqueta dentro, y ésta se le clavó a una muchacha en la mano derecha y le
destrozó el pulgar. Tuve que soportar las lamentaciones y por añadidura pagarle
la cura, y desde entonces dejo todas las armas descargadas. Querido amigo, ¿qué
es la prudencia? No se aprende jamás a evitar el peligro. Pero...» Ya sabes
cuánto quiero a este hombre, exceptuados sus «peros»; pues, ¿no se sobrentiende
que no hay regla sin excepción? ¡Pero este hombre es tan honrado! que cuando
cree haber dicho algo demasiado precipitado, de carácter general o dudoso, no
cesa de limitar, modificar, quitarle o añadirle hasta que al final no queda
nada del asunto. En esta ocasión se metió totalmente de lleno en su papel; dejé
finalmente de prestarle atención, me puse triste, y con ademán decidido apoyé
la boca de la pistola en la frente por encima del ojo derecho. «¡Quita eso! del
medio —dijo Albert, arrebatándome la pistola—. ¿A qué viene todo esto?» «No
está cargada», respondí. «Aun así, ¿a qué viene eso? —añadió impaciente—, no
puedo imaginarme cómo un hombre puede ser tan loco que acabe pegándose un tiro;
solamente el pensarlo me produce repugnancia.»
«¡Que vosotros
los hombres —exclamé— empecéis inmediatamente sentenciando al hablar de
cualquier cosa: esto es ridículo, esto es sensato, esto es bueno, eso es malo!
¿Qué significa todo eso? ¿Habéis indagado, para poder hacerlo, las relaciones
internas de una acción? ¿Sabéis con certeza las causas que la producen, por qué
ocurrió, por qué tuvo que ocurrir? Si tal hicisteis no juzgaríais con tanta
ligereza.»
«Me concederás
—dijo Albert— que ciertas acciones son inmorales sea cual fuere el móvil que
las produce.»
Me encogí de
hombros y asentí. «Sin embargo, amigo mío —insistí—, también aquí hay
excepciones. Es cierto que el robo es un delito: pero el hombre que, por
salvarse a sí mismo y a los suyos de la muerte inmediata por hambre, se lanza
al robo, ¿merece compasión o castigo? ¿Quién arrojará la primera piedra contra
el marido que en legítima cólera mata a su infiel mujer y a su infame seductor?
¿O contra la muchacha que en una hora deliciosa se entrega al incontenible goce
del amor? Nuestras mismas leyes, esos pedantes de sangre fría, se dejan
enternecer y suspenden sus castigos.»
«Eso es muy
distinto —replicó Albert—, porque el hombre que se deja arrastrar por las
pasiones, pierde totalmente el uso de la razón y debe ser considerado como un
borracho, corno un demente.»
«¡Ay de vosotros
los hombres razonables! —exclamé sonriendo—. ¡Pasión!, ¡embriaguez!, ¡demencia!
Estáis ahí tan tranquilos, tan impasibles, vosotros los virtuosos reprobáis al
borracho, despreciáis al insensato, pasáis de largo como el sacerdote y dais
gracias a Dios como los fariseos, porque no os ha hecho como a uno de ésos. Yo
me embriagué más de una vez, mis pasiones rayaron en la locura y ninguna de
ambas me pesa: pues he aprendido a comprender en su medida que todos los
hombres extraordinarios que han realizado cosas grandiosas, algo que parecía
imposible, han sido siempre tildados de locos y borrachos.
»Incluso en la
misma vida ordinaria resulta intolerable el oír gritar a casi todo el mundo
ante una acción libre, noble, inesperada: "¡Ese hombre está borracho; es
un loco! ¡Avergonzaos vosotros los sobrios! ¡Avergonzaos vosotros los
sabios!"»
«De nuevo me
vienes con tus chifladuras —dijo Albert—. Todo lo exageras y aquí, en este
punto al menos, no tienes razón al comparar el suicidio, que es de lo que ahora
se trata, con acciones sublimes: cuando no debe ser considerado sino como
flaqueza. Porque en realidad, es más fácil morir que soportar con entereza una
vida llena de penalidades.»
A punto estuve
de cortar, pues no hay nada que me saque tanto de mis casillas como el que
alguien me venga con argumentos triviales cuando yo estoy hablando de todo
corazón. No obstante me contuve, porque ya había oído lo mismo muchas veces y
más todavía me había llenado de indignación al oírlo, por eso le repliqué con
cierta viveza. «¿A eso llamas tú debilidad? Te lo suplico, no te dejes engañar
por las apariencias. ¿Te atreverás a llamar débil a un pueblo que gime bajo el
yugo insoportable de un tirano, si al fin explota y rompe sus cadenas? Un
hombre que ante el pánico de que el fuego devore su casa siente todas sus
fuerzas en tensión y acarrea con facilidad una carga que en estado normal
apenas podría mover, aquel que furibundo al verse insultado arremete contra
seis y los vence; ¿los llamarías tú cobardes? Y, mi buen amigo, si el esfuerzo
es fortaleza, ¿por qué la tensión en grado máximo ha de ser lo contrario?»
Albert me miró y dijo: «No lo tomes a mal, pero los ejemplos que aduces me
parece que no vienen a cuento.» «Puede ser—repliqué—, más de una vez me han
reprochado que mi lógica raya a menudo en la palabrería. Veamos, pues, si
podemos imaginarnos de otro modo en qué estado de ánimo ha de hallarse el
hombre que se decide a deshacerse del peso de la vida, en ocasiones agradable.
Porque solamente podremos tener el honor de hablar de una cosa si la conocemos
y sentimos como los demás.
»La naturaleza
humana —continué argumentando— tiene sus límites: puede soportar hasta cierto
grado la alegría, las penas y sufrimientos, pero sucumbe en cuanto sobrepasa
esa barrera. No se trata por tanto aquí de si uno es fuerte o débil, sino de si
puede soportar el grado de sufrimiento, bien sea moral o físico. Y me parece
igualmente absurdo tachar de cobarde a quien se quita la vida; como no sería
pertinente tildar de cobarde a quien muere de una fiebre maligna.»
«¡Paradojas y
más paradojas!», exclamó Albert. «No tantas como tú piensas —repliqué—.
Concederás que llamamos enfermedad mortal a aquella que ataca de tal modo a la
naturaleza que destruye en parte sus energías, en parte las inutiliza para el
servicio, hasta que ya no puede valerse más por sí misma, ni es capaz de
restablecer el curso ordinario de la vida mediante alguna reacción afortunada.
«Pues bien,
querido, apliquemos esto mismo al espíritu. Observa al hombre en sus
limitaciones, mira cómo actúan sobre él las impresiones, cómo arraigan en él
las ideas, hasta que al fin una pasión creciente le roba todas las serenas
fuerzas de su razón y le impulsa a su destrucción.»
«¡En vano el
hombre sereno y sensato contempla el estado del desdichado, vanas serán las
palabras que le dirija! Viene a ser lo mismo que si una persona de buena salud
se sienta al lecho de un enfermo; no podrá transferirle ni un ápice de sus
fuerzas.»
Para Albert esto
era generalizar demasiado. Le recordé a una joven que hacía unos días habían
sacado ahogada del río y volví a contarle el caso. «Era una buena muchacha, que
se había criado en el reducido círculo de las faenas domésticas, en la rutina
del trabajo semanal, sin otras perspectivas de distracción que ir a pasear los
domingos con las de su igual por las afueras de la ciudad, ataviada con los
trapos que poco a poco había ido apañando, y tal vez, para ir al baile durante
las festividades importantes; y por lo demás, pasaba las horas hablando con
alguna vecina, con todo el interés y poniendo toda su alma, sobre el tema de
una riña o de un chismorreo.... su ardiente naturaleza empieza por fin a sentir
otras exigencias íntimas que fueron creciendo con las lisonjas de los hombres;
las alegrías de antes se iban poco a poco tornando insustanciales, hasta que al
fin da con un hombre hacia el que se siente arrastrada por un sentimiento
desconocido, en quien a partir de ahora depositará todas sus esperanzas, se
olvida de cuanto la rodea; ni ve, ni oye, ni siente si no es a él, el único, y
no anhela otra cosa que a él, el único. No corrompida aún por los placeres
vacíos de una inconstante vanidad, sus aspiraciones tienden a un objetivo,
llegar a ser suya, quiere en eterna unión conseguir la felicidad que le falta,
disfrutar unidos todos los goces por los que suspira. Reiteradas promesas
selladas por la certeza de todas las esperanzas, atrevidas caricias que
acrecientan sus vivos deseos, ponen cerco a su alma entera; está flotando en
una vaga conciencia, en un presentimiento de todos los placeres; en grado sumo
de tensión, extiende al fin sus brazos para abarcar todos sus deseos... y su
amante la abandona... — Atónita, sin sentido, se encuentra al borde de un
abismo; ¡solamente tinieblas a su alrededor, ninguna perspectiva, ningún
consuelo, ni la más remota esperanza!, pues la ha abandonado quien era toda su
existencia. No ve el vasto mundo que ante ella se extiende, ni a nadie de los
muchos que podrían compensar su pérdida, se siente sola, de todos
desamparada... y ciega, aprisionada por la terrible angustia de su corazón, se
arroja al abismo para sofocar sus penas en esa muerte que todo lo abarca. He
aquí Albert, ¡esta historia de tantos hombres! Y dime, ¿no es éste el caso de
la enfermedad? La naturaleza no sabe salir de ese laberinto de fuerzas confusas
y antagónicas, y el hombre tiene que morir.
»¡Ay de aquel
que es testigo y pueda decir: "La loca"! Si hubiera esperado, si
hubiera dejado obrar al tiempo, la desesperación se habría aplacado y habría
surgido otro que la consolara. Sería exactamente lo mismo que si alguien dijese
"¡Qué loco, morirse de calentura! ¡Si hubiera esperado a recuperar las
fuerzas hasta que sus humores mejoraran, y se hubiese calmado el ardor de su
sangre, todo se habría arreglado y seguiría viviendo todavía hoy!"»
Albert, al que no le
parecía evidente la comparación, puso algunas objeciones, entre otras: que yo
había traído a cuento solamente la historia de una muchacha inocente, pero que
no podía comprender cómo se podía disculpar a un hombre de talento, no de tan
cortas luces y de horizonte más amplio. «Amigo mío —exclamé—, el hombre es sólo
hombre y la escasa inteligencia que pueda tener poco o nada cuenta cuando la
pasión se agita y está uno confinado por los límites de lo humano... Más
bien... Otra vez hablaremos de eso...», dije y cogí el sombrero. ¡Oh!, ¡tan
colmado estaba mi corazón! Nos despedimos sin habernos puesto de acuerdo. ¡No
es fácil en este mundo entenderse mutuamente!"