Estoy emocionada. He vuelto a leer. No es que antes no lo hiciera,
de hecho podemos considerar que leo más de lo que lo hace la media
nacional, pero lo hacía por costumbre. Hay quien sale a tomar un café, quien se
hace la pedicura, quien ha hecho del ordenador una prolongación de su
propia mano y yo, simplemente, leo... leía, por costumbre,
porque ahora he retomado la pasión, la rasgadura de mis vestidos, las
lágrimas de impotencia, los nudos Windsor que no dejan respirar, las
noches en vela, la cabeza en otra parte, las irrealidades transitorias, las
realidades paralelas. Durante los últimos años he invertido mi apasionamiento
en una cruzada personal batallada en nombre de un dios que me era ajeno,
una guerra perdida contra un contrincante del que me encontraba a años
luz. Y ahora, así, de repente, ¡¡BOOM!!, la pasión se concentra en mi
ojo izquierdo miope y en el derecho astigmático. Dos aliados lisiados
que se complementan a la perfección como un matrimonio de los que duran años: A
cada uno le falta precisamente lo que le sobra al otro. Entonces retomo la
trilogía del lustro, esa de la que nadie habla, la que viene de Francia a lomos
de un cocodrilo de ojos amarillos que baila un vals lento cada triste
lunes en Central Park.
Con el libro en mi regazo cierro los ojos y se recrea en mi
mente un billete de veinte euros que parece desaparecer en las enormes
manos de su propietario, un escaparate con vistas a la Bahía de Cádiz, un
par de besos y luego... nada. ¡¡BOOM!! Abro los ojos y recupero la
pasión. Olvido el ritual de las cinco, lo sustituyo por un té moruno con
doble de hierbabuena, me enamoro y me desenamoro a cada párrafo y aprendo a
leer a Camus con la sencillez de una frase dicha en su momento oportuno.
Respiro hondo una vez. Otra más. Y extasiada con el final de una trilogía
de la que pocos hablan, convierto a Cary Grant en mi dios todopoderoso. Se
acabó. Clausuro el último tomo con delicadeza después de haberme aprendido
de memoria su fecha de impresión y agradezco en silencio a Katherine Pancol su
sencilla historia vital.
Seamos sinceros. Parece obvio que ahora tendría que demostrar que
sé de lo que hablo escribiendo un resumen global y hasta tres parciales
de lo que defiendo, pero como para eso ya está GOOGLE y yo, precisamente,
no soy obvia, prefiero utilizar este espacio para realizar una declaración
pública de intenciones. Carraspeo, agilizo los dedos con suaves movimientos al
aire y me entrego al teclado.
Yo, Silvia, mujer por genética y por convicción, no he leído ni
pienso leer la trilogía de Gray porque me aburre soberanamente esa extraña
mezcla del erotismo rancio de la novela Flores
en el ático (V. C.
Andrews, 1979) y de la telenovela Dinastía.
Y tú, lector ávido de galletitas saladas, deberías estar preocupado porque
las mujeres de mi generación anden locas tras un tal Grey al que
imaginan de cualquier manera salvo como tú eres. No nos engañemos,
todas lubrican sus sequedades con un señor al que no te pareces ni al que te
parecerás nunca y con el que practican el bondage en la intimidad de sus sueños mientras
a ti te mantienen a pan y agua. "Esa niña sí, no, esa no soy yo".
Gracias, Oscar Wilde, por resumir con tanta brillantez el
sentido último de la trilogía de E. L. James: "Puede leerse sin
ningún esfuerzo y probablemente también se escribió sin ninguno". Amén.
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