domingo, 17 de febrero de 2013

Katherine Pancol: La trilogía de la que ninguna mujer habla

Estoy emocionada. He vuelto a leer. No es que antes no lo hiciera, de hecho podemos considerar que leo más de lo que lo hace la media nacional, pero lo hacía por costumbre. Hay quien sale a tomar un café, quien se hace la pedicura, quien ha hecho del ordenador una prolongación de su propia mano y yo, simplemente, leo... leía, por costumbre, porque ahora he retomado la pasión, la rasgadura de mis vestidos, las lágrimas de impotencia, los nudos Windsor que no dejan respirar, las noches en vela, la cabeza en otra parte, las irrealidades transitorias, las realidades paralelas. Durante los últimos años he invertido mi apasionamiento en una cruzada personal batallada en nombre de un dios que me era ajeno, una guerra perdida contra un contrincante del que me encontraba a años luz. Y ahora, así, de repente, ¡¡BOOM!!, la pasión se concentra en mi ojo izquierdo miope y en el derecho astigmático. Dos aliados lisiados que se complementan a la perfección como un matrimonio de los que duran años: A cada uno le falta precisamente lo que le sobra al otro. Entonces retomo la trilogía del lustro, esa de la que nadie habla, la que viene de Francia a lomos de un cocodrilo de ojos amarillos que baila un vals lento cada triste lunes en Central Park.

Con el libro en mi regazo cierro los ojos y se recrea en mi mente un billete de veinte euros que parece desaparecer en las enormes manos de su propietario, un escaparate con vistas a la Bahía de Cádiz, un par de besos y luego... nada. ¡¡BOOM!! Abro los ojos y recupero la pasión. Olvido el ritual de las cinco, lo sustituyo por un té moruno con doble de hierbabuena, me enamoro y me desenamoro a cada párrafo y aprendo a leer a Camus con la sencillez de una frase dicha en su momento oportuno. Respiro hondo una vez. Otra más. Y extasiada con el final de una trilogía de la que pocos hablan, convierto a Cary Grant en mi dios todopoderoso. Se acabó. Clausuro el último tomo con delicadeza después de haberme aprendido de memoria su fecha de impresión y agradezco en silencio a Katherine Pancol su sencilla historia vital.

Seamos sinceros. Parece obvio que ahora tendría que demostrar que sé de lo que hablo escribiendo un resumen global y hasta tres parciales de lo que defiendo, pero como para eso ya está GOOGLE y yo, precisamente, no soy obvia, prefiero utilizar este espacio para realizar una declaración pública de intenciones. Carraspeo, agilizo los dedos con suaves movimientos al aire y me entrego al teclado.
Yo, Silvia, mujer por genética y por convicción, no he leído ni pienso leer la trilogía de Gray porque me aburre soberanamente esa extraña mezcla del erotismo rancio de la novela Flores en el ático (V. C. Andrews, 1979) y de la telenovela Dinastía. Y tú, lector ávido de galletitas saladas, deberías estar preocupado porque las mujeres de mi generación anden locas tras un tal Grey al que imaginan de cualquier manera salvo como tú eres. No nos engañemos, todas lubrican sus sequedades con un señor al que no te pareces ni al que te parecerás nunca y con el que practican el bondage en la intimidad de sus sueños mientras a ti te mantienen a pan y agua. "Esa niña sí, no, esa no soy yo".

Gracias, Oscar Wilde, por resumir con tanta brillantez el sentido último de la trilogía de E. L. James: "Puede leerse sin ningún esfuerzo y probablemente también se escribió sin ninguno". Amén.

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