En mi casa se escuchan risas. De continuo. Mañana, tarde y noche. Queriendo y aun sin querer se apropian de cada rincón, la mayoría de las veces, sin pedir permiso. Se esconden detrás del sofá, bajo la mesa, dentro de la cama, entre las páginas olvidadas de algún libro, en el agua de cocer la pasta, en el pelador de patatas. ¡Hasta laminando cebollas hacen acto de presencia!
Mi hijo inunda la casa de risas, a veces llegan a la altura del techo dejándonos sin respiración a su padre y a mí. Cuando nació me miró extrañado, preguntándose "¿será ella la que me cantaba bajito y la que me acariciaba el culete a través de su tripa pensando que era mi cabeza?", pero no lloró. Y yo me asusté porque creía que todos los bebés lloraban al nacer. Entonces uno de los ginecólogos que asistían el parto (fueron dos por cuestiones de afecto), mientras lo alzaba para que yo lo viera antes de cortar el cordón umbilical, afirmó: "Claro que no llora, ¿no ves que es feliz?". Me reí, con las tripas aún desparramadas fuera de mi cuerpo, yo me reí. Aquel solo fue el comienzo, porque el polvorilla tiene el don de iluminarlo todo a su paso. Me coge la cara con sus dos manitas y me suelta desafiándome con la mirada: "Mamá, te quiero tres y a papá ocho". Se ríe con la boquita bien abierta mientras yo simulo estar triste y, sentado a mi lado, repite "mamá, tres" a la espera de que yo responda sobreactuando "¡eso es muy poco!, ¡yo te quiero todo!". Y se ríe todavía más.
Mi hijo inunda la casa de risas, a veces llegan a la altura del techo dejándonos sin respiración a su padre y a mí. Cuando nació me miró extrañado, preguntándose "¿será ella la que me cantaba bajito y la que me acariciaba el culete a través de su tripa pensando que era mi cabeza?", pero no lloró. Y yo me asusté porque creía que todos los bebés lloraban al nacer. Entonces uno de los ginecólogos que asistían el parto (fueron dos por cuestiones de afecto), mientras lo alzaba para que yo lo viera antes de cortar el cordón umbilical, afirmó: "Claro que no llora, ¿no ves que es feliz?". Me reí, con las tripas aún desparramadas fuera de mi cuerpo, yo me reí. Aquel solo fue el comienzo, porque el polvorilla tiene el don de iluminarlo todo a su paso. Me coge la cara con sus dos manitas y me suelta desafiándome con la mirada: "Mamá, te quiero tres y a papá ocho". Se ríe con la boquita bien abierta mientras yo simulo estar triste y, sentado a mi lado, repite "mamá, tres" a la espera de que yo responda sobreactuando "¡eso es muy poco!, ¡yo te quiero todo!". Y se ríe todavía más.
Mi marido también se ríe, mucho. Nos mira, dice "¡qué payasos sois!" y se ríe. Luego, en la negrura espesa de la noche, me susurra: "gracias por hacerme tan feliz". Y todo se queda en silencio.
Sin embargo, cuando estoy sola es la casa la que se ríe de mí a carcajadas, con gran estruendo, me señala con el dedo porque sabe que sigo esperando que suene mi teléfono a las doce de la mañana, ni un minuto antes ni uno después, pero pasan los días, las semanas, los meses sin dar señal. Sueño que me persigue alguien pero me siento incapaz de decir palabra, cada vez está más cerca y mi boca sigue sellada, ya casi me toca... entonces grito tan fuerte que el sueño traspasa la realidad y despierto a mi marido que se ríe con un "¡estás pirada!" en los labios. De nuevo vencida por el sueño, beso unos labios carnosos junto al mar, ante montañas de cangrejos que me advierten que caminar hacia atrás ni es la solución ni me hará más feliz. Así paso la noche hasta que por la mañana vuelven las risas, y los "te quiero tres", los "hola, caracola" acompañados de los "adiós, caracol", las risas de mi hijo, las de mi marido y la casa se torna un lugar agradable y cálido donde atesoro mis dos mayores posesiones. Ya nadie se ríe de mí, soy yo la que ríe con ellos.
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