Ficha técnica:
Título original: La grande bellezza
Guion: Paolo Sorrentino y Umberto Contarello
Género: Comedia dramática
País: Italia
Duración: 142 minutos
Sinopsis:
Las noches de estío romanas
sirven de escenario a las más variopintas relaciones. Un desfile de personajes
insustanciales de existencias vacías y deprimentes que pasan por delante
de un asqueado Jep Gambardella, periodista y autor de una única novela que busca próximo
al final de sus días la esencia de la vida.
Primer plano:
Recuerdo de mi época de instituto la práctica habitual con la que Ana, una amiga de la clase de “ciencias mixtas”, solía solucionar sus conflictos internos. Cuando alguna cuestión le quitaba el sueño, ella cogía la Biblia, hacía su consulta en silencio y la abría al azar con la esperanza puesta en alguno de sus versículos. Yo, de la clase de “letras puras”, prefería recurrir a la sabiduría de los clásicos greco-latinos. En aquella época, dado que Dios no ponía ningún reparo en ignorar mis súplicas, me vi obligada a dejar de hablarle. Hasta hoy.
Es curioso, ayer a lo largo de
una conversación cité uno de los "Diálogos" de Sócrates,
aquel en el que un filósofo afín se le acerca con la intención de contarle
ciertos rumores maliciosos sobre uno de sus alumnos. Con aplomo, antes de darle
pie al discurso, el maestro de Platón le sugiere que calle si no tiene la
certeza de que la información que va a compartir es verdadera,
buena y útil. ¡Ay, qué poco hemos heredado de aquellos griegos! En el
siglo XXI impera la moda del hablar por hablar, sin tener nada especial que
decir, sin plantearnos las consecuencias que una simple frase puede llegar a
tener en el otro. Somos dados a inventar, a fantasear, a llenar de trazos
surrealistas nuestros propios bocetos hechos a carboncillo solo para lucir
bonitos de cara a la galería. Y, como no podía ser de otra manera, esa extraña cadena
de pensamientos que brotan tan a su antojo como la mala hierba encontró en La gran belleza el mejor de los cierres.
Hace un par de
meses alguien me recomendó con una insistencia machacona que viera esta
película. Que si no te la puedes perder, que si tú sabes de lo que hablo, que
si dale mamita rica, que si tal, que si cual. Tanto me insistió que no
pude más que sucumbir exhausta a los pies de su recomendación. Y tenía razón,
la tenía en todo lo que me había confesado y hasta en lo que se había callado. La grande bellezza es
una auténtica delicia, una tragicómica concatenación de diálogos mordaces
que sirven de base a una crítica feroz a la belle vie. Un poema visual dedicado a los excesos de
una alta sociedad paradójicamente a la baja. Lo curioso del asunto es que,
cuando tuvimos la ocasión de poner en común nuestras impresiones, parecía como
si hubiésemos visto dos películas diferentes. Ese es uno de los valores en alza
de esta cinta, la posibilidad de saborear la historia según el lugar desde
el que te toque verla.
Consciente de que el
tándem Sorrentino-Servillo ha
funcionado en las tres ocasiones anteriores (Il divo en 2008, Le conseguenze dell'Amore en
2004 y L’uomo in più en 2001), no iba a dejar pasar la
oportunidad de verla. Ahora que sabemos que está avalada por tres
premios internacionales a la "mejor película de habla no inglesa" (un Oscar, un
Globo de Oro y un premio BAFTA), ¿cómo vas a dejar pasar la oportunidad de
verla tú?
Esta es una historia de
interiores que se ocultan al exterior, de apariencias convertidas en
costumbres, de mentiras y excesos, de soledad. El peso de la vejez cae de un
golpe sobre la espalda de Jep
Gambardella, el indiscutible protagonista de la
historia, convirtiéndola en una cruz que cargar a modo de
penitencia. De repente es consciente del misterio de la
vida: Esta dura solo dos días y él está a punto de malgastar el
segundo. Mientras el mundo sigue girando bajo sus pies, él se para unos
minutos a observar la artificialidad de quienes le rodean,
esa decadencia social que tanto le asquea, pero de la que
no sabe prescindir. Su posición le permite descubrir que la felicidad que
rezuman sus compañeros de juerga no es más que un papel que interpretar, una
sobreactuación fallida de quienes no profundizan en ellos mismos para no tener
que enfrentarse a sus miserias. Gambardella entonces decide aminorar su paso
definitivamente y, al estilo de los héroes de las tragicomedias
clásicas, comienza a buscar la gran belleza, la primigenia, la que no tiene tetas
de silicona ni los labios cómicamente rellenos, la que atrae y atrapa, la
que dibuja la silueta
de nuestro cuerpo con la yema de los dedos empapada en nuestra propia saliva,
la que nos hace rejuvenecer veinte años de una sola vez... pero no la
encuentra... porque no sabe dónde buscarla. En el ocaso de su vida le
toca pagar la pena por haber disfrutado
de una existencia ligada a los excesos de la noche romana,
a esas noches de fiesta continua en la que se desenvuelven los juguetes rotos,
los mediocres, los vividores, los amorales, tristes, solitarios, los lerdos.
Personas que han creado un “alter ego” vanidoso y presuntuoso porque se sienten
incapaces de mirarse al espejo al natural seguros de que no les va a
gustar lo que verán reflejado en él. Sacerdotes pecadores. Políticos corruptos.
Famosos de segunda fila venidos a menos. Escritores sin inspiración. Artistas
sin modelos. Nobles sin dinero. Reyes sin corona. La Roma nocturna es el
paraíso de los ángeles caídos resignados a lucir una existencia que no
soportan. Y es allí, en el
vórtice del huracán, donde se apaga el cronista de la historia, el cavaliere Gambardella, sin saber hacia dónde se
dirigen sus pasos, encadenándose de pies y manos al pasado adolescente,
acunando recuerdos incapaz de albergar la mínima esperanza de futuro. Luz y
oscuridad. Color y escala de grises. Puro cinismo, pero de ese que es real,
bueno y útil.
Plano subjetivo:
Estoy convencida de que en el
mundo en el que vivimos es difícil encontrar la gran belleza. El miedo a
mirarnos de frente al espejo, despojados de todo lo accesorio, nos paraliza.
Tememos reconocer ante los demás nuestras propias limitaciones aun cuando somos
humanos, imperfectos, pasionales, vulnerables, maliciosos y, por encima de todo
lo demás, mortales. Atesoramos objetos inútiles, maquillamos nuestros rostros,
vestimos una imagen artificial de nosotros mismos más acorde al entorno que a
nuestra propia naturaleza y salimos al mundo dispuestos a comérnoslo a la hora
del aperitivo. Dejamos escapar miradas fugaces que nos fotografían de pies a
cabeza mientras permanecemos inmóviles a la espera de que el semáforo nos
permita continuar nuestra frenética marcha. Obviamos el roce de nuestra piel
con una piel ajena en el abarrotado autobús que nos lleva a nuestro destino
fijado. Disfrazamos nuestras oportunidades perdidas para que parezcan
pertenecer a otros. Y así seguimos...
P.S. La próxima vez,
cuando los astros se confabulen a tu favor para congelar el tiempo
durante un par de horas, párate un minuto a observar a quien tienes delante.
Igual en esa ocasión puedas ser capaz de reconocer que el color de esos ojos
que te miran con sincera admiración no es un inusual ámbar sino, simple
y llanamente, un vulgar marrón.
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