jueves, 26 de junio de 2014

“Tú y yo”, una película de Leo McCarey (1957)



Ficha Técnica:



Título original: An Affair To Remember


Género: Drama


País: Estados Unidos



Duración: 119 minutos




Sinopsis:


Un elegante playboy y una conocida cantante de un club nocturno se conocen a bordo de un lujoso transatlántico que se dirige a Estados Unidos. Aunque ambos están comprometidos, entre ellos prende la chispa de un especial amor que, antes de desembarcar, les empuja a realizar un pacto: En el plazo de seis meses, suponiendo que continuaran sintiendo lo mismo el uno por el otro, se encontrarían en el mirador del Empire State Building de Nueva York.



Primer plano:

Apenas a doscientos metros de la casa de mis padres se encuentra una de las dos Bibliotecas Públicas de Cádiz. Una que no es especialmente grande ni confortable, no es acogedora ni estilosa, pero tiene una colección más que aceptable de cine clásico (o, al menos, la tenía hace veinte años cuando yo aún vivía allí). Debí de ver casi todas aquellas películas. Como si de un ritual pagano de obligado cumplimiento se tratase, me acercaba a media tarde, rebuscaba con el dedo acariciando sus cantos, elegía según mis propias necesidades, las pedía en préstamo, las devoraba en casa por la noche cuando todos dormían y  las devolvía con mi nombre escrito a mano en la tarjeta de cartón que lucían en la carátula. ¡Qué tiempos aquellos! 

De entre todas ellas recuerdo una en especial, An affair to remember, protagonizada por una lánguida Deborah Kerr y un nada desdeñable Cary Grant. El color deslucido y moteado por el tiempo (y por el uso), el sonido monofónico, el dramatismo sobreactuado de los diálogos, la sencillez compleja de las tomas, los años cincuenta y su “caza de brujas”. No, Tú y yo no es un peliculón, no es una de las cien películas que todos deberíamos de ver antes de los treinta, de hecho ni siquiera se trata de una historia original (es un remake de Love Affairdirigida por el mismo director en 1939 y traducida al español con idéntico título), pero yo la recuerdo y eso me basta. En realidad esta es una historia más de las muchas que circulaban por las salas de cine de mediados del siglo XX, una concebida para el lucimiento de sus protagonistas, una demasiado “políticamente correcta” para poder pasar la censura impuesta por The House Un-American Activities Comitee (HUAC) del senador McCarthy... pero yo la recuerdo.

En los años cincuenta los amores de la gran pantalla solían estar reservados a personajes maduros, de esta manera los directores se aseguraban pasar la reprensión moral de un Hollywood demasiado encorsetado en las buenas maneras. La serenidad con la que los protagonistas afrontaban el vuelco de sus corazones ensartados por las flechas de cupido era de agradecer. Se entornaban los párpados, se entreabrían las bocas, él agarraba con fingida fuerza los brazos de ella y la giraba lo suficiente para que su cabeza tapara un supuesto beso desbaratador. Cuando no, era ella la que posaba estratégicamente su mano sobre la mejilla de él ocultando entre sus dedos el roce de labios que llevábamos sesenta minutos esperando. A mí me gusta ese tipo de amor, el sutil, el esperanzador, el adulto. A mi edad aún me permito mantener intactas las ilusiones, me permito en ocasiones no saber qué quiero, pero no me cabe duda de qué es exactamente lo que no quiero. Creo que, a medida que maduramos, el amor adquiere mayores dimensiones. A los veinte elegimos según el físico, a los treinta la genética que aportar a la futura descendencia hace furor, a los cuarenta… ¿qué enamorará a los cuarenta?





Plano subjetivo:

Todos queremos un cambio, todos sin excepción, pero pocos son los que se atreven a dar el primer paso, muchos menos los que lo dan en la dirección correcta. Nos acostumbramos con facilidad a caminar en círculos alrededor de un mismo punto, mientras cargamos a nuestra espalda una mochila llena de quejas, rencores, sinsabores y malestares. Andamos en círculos porque el camino siempre se repite, porque lo conocemos de memoria, porque son pocos los imprevistos que se nos cruzan, porque la mayoría también lo hace. Circulamos a diario sin ser conscientes de que, en un imperceptible suspiro, la vida puede cambiar con la simpleza con la que se voltea un calcetín. Reinventarse es una opción. Recordar de dónde se viene, otra.

Me pregunto a diario sobre el porqué de la volubilidad de los sentimientos. Por qué un día se es el astro regente en un universo paralelo y al siguiente te estás dando de bruces contra el suelo de una mugrienta calle ante la mirada indiferente del resto de viandantes. A menudo me cuestiono por qué nos empeñamos en dar vueltas alrededor de un mismo punto aun conscientes de que caminar en círculos no nos va a llevar a ninguna parte. Y el límite de un beso... ¿dónde se hallará el límite de un beso? ¿Cuándo un sencillo roce de labios cruza la línea de lo humano? ¿Cuándo se transforma en un esperanzador algo más o en una punzante nada? ¿Cuándo se convierte en el detonante que provoca una reacción en cadena de consecuencias devastadoras, un vivir sin vivir en mí santateresiano, una petite mort orgásmica? Puro éxtasis. 


No sé por qué me pregunto a diario sobre la volubilidad de los sentimientos, sobre todo porque me consta que nuestra propia naturaleza es voluble. 

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