viernes, 16 de enero de 2015

"El verano de los juguetes muertos", una novela de Toni Hill (2011)


Ficha Técnica:


Título: El verano de los juguetes muertos

Autor: Toni Hill

Páginas: 368

País: España

Editorial: deBolsillo



Argumento:

Es verano en Barcelona. El comisario Savall encomienda extraoficialmente una investigación al Inspector Salgado, de "vacaciones obligadas" por un desafortunado incidente con un sospechoso de trata de blancas. La subinspectora Andreu ocupa por un tiempo su puesto en la comisaría, mientras él se encarga con la ayuda de la agente Leire Castro de investigar lo que, en principio, ha sido considerada una caída accidental con resultado de muerte.
El verano de los juguetes muertos es la primera entrega de la trilogía del inspector Salgado junto a Los buenos suicidas (2012) y a Los amantes de Hiroshima (2013). 


En la teoría:

Tres. Como los libros hasta ahora protagonizados por Héctor Salgado. Solo tres días he tardado en leer esta curiosa novela negra ambientada en la actual Barcelona. Es obvio que estas locuras adolescente de pasarme la noche en vela leyendo página tras página con una infusión de tomillo, limón y miel no suelen ser muy habituales. Los horarios impuestos por una cultura laboral anclada en los modos y costumbres de la Edad Media me hacen poco probable emprender hazañas de este tipo, aunque esta historia de narración ágil, diálogos justos y descripción innecesaria reducida a la mínima expresión lo ha hecho posible. 

Si soy sincera, ni este es el tipo de lecturas que más me gusta ni, en este caso en particular, la habría elegido dejándome seducir solo por su título (¡horroroso!), pero lo cierto es que su contenido supera con creces esa pequeña carencia. Y no solo su contenido. Más allá del mero entretenimiento y pese a que es uno de los aspectos más criticados en la red, me resulta magistral la manera en la que Toni Hill escribe una novela coral, repleta de personajes que interactúan con el protagonista a lo largo de su trilogía, en la que sus rutinas se suceden con la naturalidad de una puesta de sol. Lees, lees y lees sin ser consciente de toda la información que estás atesorando. Si esto no es un verdadero placer, apaga y vámonos. 

No soy partidaria de invertir mi tiempo en libros que no aportan más que una particular dosis de entretenimiento. Ese leer por leer, que haría revolverse en su tumba al mismísimo Ernesto Sábato, lo reservo en exclusiva para las etapas de transición, para esos momentos en los que debo mantener ocupado mi cerebro para que deje de tratarme como a una mártir del cristianismo. En ese sentido, El verano de los juguetes muertos ha cumplido con su función. Tampoco soy amante del halago fácil, aún menos en un caso como este en el que los defensores light de la novela no tienen nada que hacer contra sus feroces detractores, pero la verdad es que empiezas a leer y, desde el primer segundo, abandonas tus obligaciones, abandonas tus necesidades, lo abandonas todo hasta el punto de caer en la cuenta de que vas en autobús a los lugares a los que antes solías ir en coche simplemente por robar unos minutos al tiempo. Y, aunque te empeñas en no perder un solo detalle de la narración para poder conocer el final antes de que lo revele el propio autor, resulta imposible mantener más allá de un par de páginas cualquiera de tus hipótesis sin que estas queden rebatidas con total razón de ser. Increíble. En El verano de los juguetes muertos cada idea está estudiada tan al milímetro que no hay ni una sola rendija por la que pueda escapar la luz. Todas las historias, principales y secundarias, fluyen con la intensidad de un descongestionante nasal en medio de un resfriado, doy fe. Y, con la misma facilidad con la que las vías respiratorias se van abriendo a su paso, la vida de cada uno de los personajes se desarrolla ante nuestros ojos sin más. Doblemente increíble. Pues sí, para qué vamos a engañarnos, nada más gráfico que un Mar Muerto de mucosidad varia abierto en dos por un Moisés de oximetazolina. ¡Qué poético!

Sin ser el libro del año, esta novela se deja leer. Y, dada que la principal finalidad de una lectura es la de ser leída, ¿para qué pedir más?


En la práctica:

Nuestras vidas son como las novelas que reposan inmóviles en el escaparate de una librería, expuestas a la crítica (constructiva y/o destructiva), sujetas a la posibilidad de caer en unas manos atraídas en exclusiva por la portada que no se molestan en escudriñar todo lo que se esconde en su interior, conscientes de los inconvenientes que supone a la larga el quedar olvidadas tras un escaparate. No sé (y me fastidia) el por qué unas historias llegan a ser auténticos best-seller, otras sobreviven gracias a la autoedición y las que más ni siquiera llegan a publicarse. Desconozco la razón por la que unas avanzan y otras parecen destinadas a permanecer en el mismo lugar (entiéndase si se desea "zona de confort"), imagino que simplemente sucede así. Como la vida misma. 

Los cambios no son mi fuerte. Los busco de continuo pero sin dejar de pensar en lo que pierdo. Doy dos pasos y retrocedo uno. Comprenderás que esta actitud es del todo contraproducente porque caminar hacia delante mirando hacia atrás conlleva, sin remedio, más de un golpe en plena cara. Como la literatura misma.

Recelo de los escritores que nos conceden cierto protagonismo a los lectores, sobre todo cuando lo hacen al final de sus historias. Su comportamiento me empuja a huir de las obras abiertas como de las malas hierbas. Ni me gustan los preceptos de Eco ni sigo las teorías de Barthes. Para mí la "muerte del autor" es solo una simple falta de talento. Las historias que se intentan eternizar por todos los medios no me atraen, ni en la ficción ni en la realidad. Todo lo que empieza acaba, aunque se tengan tantas ideas en la cabeza que sea necesaria una trilogía como la del inspector Salgado, aunque hayas vivido atado a una realidad paralela durante años. El verdadero problema es que no hay buenos finales para las malas historias, por eso se deja la responsabilidad en manos ajenas. Mal acaba lo que mal empieza, es más, hasta lo que empieza bien puede acabar mal. Es ley de una vida donde lo real y lo ficticio conviven en armonía como una pareja de recién casados, ajenos a que todo se diluye con el paso del tiempo. Si no se quiere vivir en continuo riesgo de inclusión, hay que dar por finalizadas las malas historias. La lección es bien sencilla: Cuantas más puertas de entrada tengas en tu casa, más veces oirás llamar al timbre.


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