lunes, 18 de febrero de 2013

Los "social media" o cómo santificar a Maribel Verdú

El otro día hablaba con unos amigos sobre la utilidad de los social media en la difusión de ciertos contenidos. Sé que así dicho suena demasiado formal, pero después de la tercera tapa (caña incluida) el debate se podría considerar cualquier cosa menos formal. Una "bloguera de pro" que escribe sobre moda femenina aseguraba que, para mantener vivo un blog, era necesaria "una entrada al día". ¿Una al día? ¡Imposible! Yo puedo poner una lavadora (como mínimo) al día, tenderla, plancharla y guardarla en sus respectivos armarios. Puedo preparar un desayuno para tres, unas patatas con chocos de chuparse los dedos, la merienda de un niño de dos años aficionado a los churros y una cena a dos tiempos. Puedo hacer una cama de un metro cincuenta y una cuna de otros tantos. Soportar una llamada de mi madre. Los lloros sentimentales de alguna amiga. Pero escribir una entrada al día... ¡Imposible! 

Hoy escribo de nuevo porque ando de morros con el mundo y darle al teclado me sirve de desahogo. Bueno, en realidad más que enfadada estoy asqueada. Intento ver algo de color en esta ciudad que hoy amanecía gris, pero todo parece tornarse en blanco y negro en consonancia con la dinámica de un país que se cae a pedazos. Así que, como la lluvia intensa me obliga a recluirme en casa, dejo que mi hijo vea Cars por cuarta vez en la misma tarde y me tapo al calor de esta entrada, paradójicamente, en blanco y negro. Si pudiera le daría un tremendo patadón al globo terráqueo, igual de esa manera cambiaba su movimiento de rotación y con un poco de suerte todos iríamos a tomar... viento fresco. Estaría bien poder restar minutos a la historia para enmendar los errores del pasado. Nuestra sociedad necesita rectificar y actuar en la misma medida.
El ser humano anda más perdido que nunca. Intenta disimular enredando en las redes sociales: Se apropia de una realidad que no le pertenece y la publica sin pudor alguno para que todos sepan lo feliz que es. Pero la vida no funciona así. El sábado fui a un bautizo. No sentí nada, ningún tipo de emoción, ninguna presencia mística. Estuve atenta a lo que me rodeaba. Los mayores respondían mecánicamente, los jóvenes miraban a un lado y a otro para repetir lo que hacían los demás. No había fervor en sus conductas, hasta dudo de que hubiera fe, solo rezumaban costumbre. Escuché las palabras del sacerdote sobre el respeto a la familia y vi cómo asentían todos convensidísimos, todos los que luego pelean por un trozo de pan que, para cuando puedan comérselo, ya estará más duro que una piedra. La gente debería ser un poco más consecuente con sus ideas, sobre todo si luego las plasman en facebook para hacerlas de dominio público. Lo imprescindible para poder mentir es tener buena memoria.
En unos meses llega mayo, mes de las primeras comuniones y de los viajes a EuroDisney. ¿Realmente los padres siguen los preceptos católicos? ¿Se comprometen a llevar a sus hijos a misa los domingos y fiestas de guardar?  ¿Confiesan sus pecados antes de comulgar? ¿Comulgan en la Pascua de Resurrección? ¿Evitan la carne los viernes de cuaresma? ¿Ayudan a la Iglesia en sus necesidades materiales? Que sí, que el mundo de Disney es una pasada (cuando tienes diez años), pero no debería ser la recompensa por participar de ese ritual sacramental. Todo está patas arribas.
En la entrega de los "Goyas" de este año, Santa Maribel Verdú recoge su premio coronada madrina de los desamparados pero embutida en un Dior. Pura hipocresía. Palabrería barata de culturetas de bolsillo.

Nuestra sociedad hace aguas y una entrada de blog al día no la va a sacar a flote.

domingo, 17 de febrero de 2013

Katherine Pancol: La trilogía de la que ninguna mujer habla

Estoy emocionada. He vuelto a leer. No es que antes no lo hiciera, de hecho podemos considerar que leo más de lo que lo hace la media nacional, pero lo hacía por costumbre. Hay quien sale a tomar un café, quien se hace la pedicura, quien ha hecho del ordenador una prolongación de su propia mano y yo, simplemente, leo... leía, por costumbre, porque ahora he retomado la pasión, la rasgadura de mis vestidos, las lágrimas de impotencia, los nudos Windsor que no dejan respirar, las noches en vela, la cabeza en otra parte, las irrealidades transitorias, las realidades paralelas. Durante los últimos años he invertido mi apasionamiento en una cruzada personal batallada en nombre de un dios que me era ajeno, una guerra perdida contra un contrincante del que me encontraba a años luz. Y ahora, así, de repente, ¡¡BOOM!!, la pasión se concentra en mi ojo izquierdo miope y en el derecho astigmático. Dos aliados lisiados que se complementan a la perfección como un matrimonio de los que duran años: A cada uno le falta precisamente lo que le sobra al otro. Entonces retomo la trilogía del lustro, esa de la que nadie habla, la que viene de Francia a lomos de un cocodrilo de ojos amarillos que baila un vals lento cada triste lunes en Central Park.

Con el libro en mi regazo cierro los ojos y se recrea en mi mente un billete de veinte euros que parece desaparecer en las enormes manos de su propietario, un escaparate con vistas a la Bahía de Cádiz, un par de besos y luego... nada. ¡¡BOOM!! Abro los ojos y recupero la pasión. Olvido el ritual de las cinco, lo sustituyo por un té moruno con doble de hierbabuena, me enamoro y me desenamoro a cada párrafo y aprendo a leer a Camus con la sencillez de una frase dicha en su momento oportuno. Respiro hondo una vez. Otra más. Y extasiada con el final de una trilogía de la que pocos hablan, convierto a Cary Grant en mi dios todopoderoso. Se acabó. Clausuro el último tomo con delicadeza después de haberme aprendido de memoria su fecha de impresión y agradezco en silencio a Katherine Pancol su sencilla historia vital.

Seamos sinceros. Parece obvio que ahora tendría que demostrar que sé de lo que hablo escribiendo un resumen global y hasta tres parciales de lo que defiendo, pero como para eso ya está GOOGLE y yo, precisamente, no soy obvia, prefiero utilizar este espacio para realizar una declaración pública de intenciones. Carraspeo, agilizo los dedos con suaves movimientos al aire y me entrego al teclado.
Yo, Silvia, mujer por genética y por convicción, no he leído ni pienso leer la trilogía de Gray porque me aburre soberanamente esa extraña mezcla del erotismo rancio de la novela Flores en el ático (V. C. Andrews, 1979) y de la telenovela Dinastía. Y tú, lector ávido de galletitas saladas, deberías estar preocupado porque las mujeres de mi generación anden locas tras un tal Grey al que imaginan de cualquier manera salvo como tú eres. No nos engañemos, todas lubrican sus sequedades con un señor al que no te pareces ni al que te parecerás nunca y con el que practican el bondage en la intimidad de sus sueños mientras a ti te mantienen a pan y agua. "Esa niña sí, no, esa no soy yo".

Gracias, Oscar Wilde, por resumir con tanta brillantez el sentido último de la trilogía de E. L. James: "Puede leerse sin ningún esfuerzo y probablemente también se escribió sin ninguno". Amén.

jueves, 14 de febrero de 2013

Pensamiento positivo: El poder de la risa

En mi casa se escuchan risas. De continuo. Mañana, tarde y noche. Queriendo y aun sin querer se apropian de cada rincón, la mayoría de las veces, sin pedir permiso. Se esconden detrás del sofá, bajo la mesa, dentro de la cama, entre las páginas olvidadas de algún libro, en el agua de cocer la pasta, en el pelador de patatas. ¡Hasta laminando cebollas hacen acto de presencia!
Mi hijo inunda la casa de risas, a veces llegan a la altura del techo dejándonos sin respiración a su padre y a mí. Cuando nació me miró extrañado, preguntándose "¿será ella la que me cantaba bajito y la que me acariciaba el culete a través de su tripa pensando que era mi cabeza?", pero no lloró. Y yo me asusté porque creía que todos los bebés lloraban al nacer. Entonces uno de los ginecólogos que asistían el parto (fueron dos por cuestiones de afecto), mientras lo alzaba para que yo lo viera antes de cortar el cordón umbilical, afirmó: "Claro que no llora, ¿no ves que es feliz?". Me reí, con las tripas aún desparramadas fuera de mi cuerpo, yo me reí. Aquel solo fue el comienzo, porque el polvorilla tiene el don de iluminarlo todo a su paso. Me coge la cara con sus dos manitas y me suelta desafiándome con la mirada: "Mamá, te quiero tres y a papá ocho". Se ríe con la boquita bien abierta mientras yo simulo estar triste y, sentado a mi lado, repite "mamá, tres" a la espera de que yo responda sobreactuando "¡eso es muy poco!, ¡yo te quiero todo!". Y se ríe todavía más.
Mi marido también se ríe, mucho. Nos mira, dice "¡qué payasos sois!" y se ríe. Luego, en la negrura espesa de la noche, me susurra: "gracias por hacerme tan feliz". Y todo se queda en silencio.
Sin embargo, cuando estoy sola es la casa la que se ríe de mí a carcajadas, con gran estruendo, me señala con el dedo porque sabe que sigo esperando que suene mi teléfono a las doce de la mañana, ni un minuto antes ni uno después, pero pasan los días, las semanas, los meses sin dar señal. Sueño que me persigue alguien pero me siento incapaz de decir palabra, cada vez está más cerca y mi boca sigue sellada, ya casi me toca... entonces grito tan fuerte que el sueño traspasa la realidad y despierto a mi marido que se ríe con un "¡estás pirada!" en los labios. De nuevo vencida por el sueño, beso unos labios carnosos junto al mar, ante montañas de cangrejos que me advierten que caminar hacia atrás ni es la solución ni me hará más feliz. Así paso la noche hasta que por la mañana vuelven las risas, y los "te quiero tres", los "hola, caracola" acompañados de los "adiós, caracol", las risas de mi hijo, las de mi marido y la casa se torna un lugar agradable y cálido donde atesoro mis dos mayores posesiones. Ya nadie se ríe de mí, soy yo la que ríe con ellos.