Ficha Técnica:
Título original: The Butler
Director: Lee Daniels
Género: Drama histórico
Duración: 132 minutos
País: Estados Unidos
Sinopsis:
Un aparente
paseo por la historia política de los Estados Unidos de la mano de Cecil
Gaines, mayordomo de la Casa Blanca durante décadas.
Primer plano:
Esta
semana he decido dar una oportunidad al cine en cartel del otro lado del
charco, algo más arriba de México, un poquito más abajo de Canadá (que sí, que
sí, que me refiero a los EE.UU.). La expectación creada a través de los medios
que frecuento para estos menesteres ha sido tan arrolladoramente maravillosa
que estaba deseando tener la oportunidad de embadurnarme de tan
extraordinaria obra como si del mejor aceite de argán traído del mismísimo
suroeste de Marruecos se tratase (¡uf, casi me quedo sin aire!). El marketing
es lo que tiene: Te ponen unos estratégicos fotogramas en los que salen Robin
Williams, John Cusack, Alan Rickman y Jane
Fonda caracterizados de aquella manera y, claro, una no puede más que
pensar “peliculón, peliculón”... pues... no, la verdad. A ver, que no voy a ser
yo la que le quite mérito a la idea original de la cinta, pero
tampoco voy a pasar por alto el hecho de que pase de puntillas por todos y cada
uno de los momentos relevantes de la acción y, así, como que no. Lo cierto es
que se queda en pura anécdota, no ahonda en ningún tema en particular. No
hay empatía con el protagonista, no se siente por él ni frío ni calor y
no, no creo que la culpa sea de Forest Whitaker (o, al menos,
no toda) porque su interpretación es digna aunque no brillante, pero es que
ninguna en El mayordomo lo es porque el
guion, superficial e insulso, no lo permite. The Butler peca
en extremo de políticamente correcta (en sentido figurado y literal).
Decepcionante.
Entremos en materia. El argumento en sí se desarrolla en tres partes: Cecil Gaines antes de llegar a la Casa Blanca, durante su estancia allí como mayordomo y tras su jubilación. Una historia de estas características, para más inri basada en hechos reales (y maquillada con una ficción previsible y casi vulgar), debería venderse ella sola sin la necesidad de empapelar las paradas de autobuses de Sevilla con la silueta en negro y oro (¡torero, torero!) de Mr. Whitaker. ¿Número uno en USA?, sí, como Avatar, Titanic y otras tantas. En mi modesta opinión, a Lee Daniels, director de la aclamada Precious, le ha venido tan grande esta película que la ha dejado en manos de unos guionistas que han perdido la oportunidad de sus vidas: Mostrar al mundo entero por qué se considera a los Estados Unidos la primera potencia mundial. Allá ellos. Vayamos, pues, por partes.
La primera, que abarca aproximadamente desde los diez hasta los veinte años del protagonista, cae en los tópicos más innobles del cine de todos los tiempos: Las plantaciones de algodón, los abusos del hombre blanco y la esclavitud tratada sin ningún tipo de emotividad. Ninguno de los minutos iniciales aporta intensidad a la historia, es una especie de añadido efectista que busca impresionar al espectador... pero ni por esas. Si querían ahondar en episodios relevantes de los EE.UU., los guionistas deberían haberlo hecho con más gusto y rigor, no tratando sin criterio un tema tan oscuro de sus anales. En fin, la señora Redgrave pasa totalmente desapercibida en su cameo y solo una casi irreconocible Mariah Carey (habitual del director al igual que Lenny Kravitz) despierta algo de curiosidad. Sigamos.
La segunda
parte, desde los veinte años hasta su jubilación, supone el ochenta por
ciento de la película. Las breves apariciones de los grandes actores citados
algunos párrafos más arriba aportan algo de seriedad al proyecto, pero poco
más. Robin Willians en el papel de un mal caracterizado presidente Eisenhower es
el primero de los que reconozco (tampoco conozco muchos más, la verdad). Su
interpretación es pasable y su papel de promotor de leyes que ayudaron a
disminuir la segregación racial ni se nota. Mal vamos. Luego llega Kennedy y
su inseparable Jackie. La caracterización de James Marsden es
penosa, su interpretación peor aunque salvada con honores por su partenaire.
Su asesinato en la película, mera anécdota. Liev Schreiber, el
altísimo marido de Naomi Watts, está irreconocible como Lyndon
B. Johnson, tanto que su papel histórico es un visto y no visto. Nixon me
apasiona, pero solo porque tras esa nariz de pega se esconde mi
bienamado John Cusack. Vietnam y el escándalo de Watergate en diez
segundos. Mal, muy mal, señores guionistas. De Ford y Jimmy Carter no recuerdo
nada (por seguir el orden cronológico real) y en cuanto a los Reagan (Alan
Rickman y Jane Fonda)... buen trabajo de maquillaje.
De
ahí a Obama, la tercera parte, en cinco minutos que
se utilizan para buscar la reconciliación del protagonista con el mundo
que le rodea.
No entiendo el cine americano. No entiendo cómo contando con recursos más
que suficientes para generar obra tras obra maestra, se abandonan a insulsas
historias comerciales que no aportan nada nuevo. Bueno, sí lo entiendo si lo
que buscan es hacer taquilla. "Clín, clín, clín". Así funciona allí
en la mayoría de los casos. En El mayordomo Oprah Winfrey,
en el papel de incomprendida esposa, está que se sale. Podría ser una
interpretación de Oscar si no fuera porque la narración no profundiza en
su propio sentir, lo deja escapar. Así, todo. Con sinceridad, no sé
cuál era el objetivo de los guionistas pero sin duda alguna han empobrecido
un gran proyecto.
Plano
subjetivo:
Hoy he aprendido una palabra
nueva. Ya, ya sé que la mayoría de la gente pensará “vale, ¿y qué?”, pero sabes
que no te tengo por esa insufrible “mayoría de la gente”, precisamente por eso
te cuento este tipo de cosas. Esa palabra no la encontrarás en el Diccionario de la RAE, al menos no con la acepción que me persigue desde hace semanas. La escuché aquí, luego allá. Venía, se iba, volvía. Lo suyo hacia mí ha sido un auténtico acoso y derribo verbal. Primero, como decía, recurrí a la RAE, que no me ayudó, aunque tampoco se lo tengo en cuenta, sé que es reacia a admitir ciertos americanismos como extranjerismos absorbidos por nuestra lengua (los académicos deben de tener una manía terrible a los estadounidenses), así que acudí a la Wikipedia (menos limpia, menos fija y con menos esplendor pero sin duda más intercultural y abierta). La palabra en cuestión es "hobo" (procedente de la expresión inglesa homeward bound) y hace referencia al vagabundo que deambula de una ciudad a otra realizando distintos trabajos para subsistir, sin residencia propia ni acopio de bienes (obviamente). No te acostarás sin saber una cosa más.
Estoy convencida de que las palabras no deberían ser tan infinitas como los
conceptos. La vida está llena de matices, si otorgamos un término para cada uno
de ellos existirían tantas palabras en cada lengua sin equivalente en las otras
que volveríamos a los tiempos de Nimrod, el mítico rey mesopotámico que cuentan
que ordenó construir la "Torre de Babel" (además de uno de los mejores álbumes de Green
Day). La comunicación necesita que las palabras sean finitas, por eso
envejecen, dejan de ser útiles, se sustituyen por unas nuevas y, como ocurre
con los humanos, mueren. Intentar mantener con vida una palabra extinta es
atarla de principio a fin a un aparato fonador de articulación artificial.
Dejemos que todo siga su curso y no permitamos que nuestra lengua agonice sin
sentido, por favor, porque ella es la que hace posible que en este preciso
momento tú y yo, eternos desconocidos o anónimos conocidos, de alguna manera,
estemos conectados.
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