Me
rindo. He sucumbido en las fauces de un burdo producto de marketing cuyo mayor
propósito era el hacer caja. Lo reconozco, me ha resultado del todo
imposible otorgar algo de color a este día de tonalidades emocionalmente grises
y, lo cierto, es que he sobrevivido a duras penas. He caído en un pantanal de
arenas movedizas que no solo me ha impedido caminar hacia adelante, además me
ha ido poco a poco hundiendo la moral hasta transformarme en una
caricatura bidimensional de una mujer “diez÷dos”... un par de horas más y
suspendo. A ver, déjame pensar... no, no recuerdo un día tan desastroso como
este en años, tan horrible, tan lamentable, tan... tan indescriptible.
Intentaré hacer caso a los ancestros y sacar algo bueno de lo malo (imagina
justo en este momento un efectista redoble de tambores): ¿A que voy a tener que
tomarme un "descanso social"?
Durante
el día de hoy he tenido muy presente en mi pensamiento a Cliff Arnall y
a gran parte de su familia. No es que yo le tenga un cariño especial al
profesor de la Cardiff University, de hecho más bien es lo
contrario, por eso me he acordado de él. Este al parecer “coach de
las estrellas”, no sé movido por qué banal intención financiada por una
oportunista agencia de viajes, dio a conocer al mundo en 2005 la supuesta fórmula
magistral de la infelicidad. A saber:
Ni
se te ocurra perder un solo segundo de tu precioso tiempo intentando entender
de qué manga se sacó este señor que el tercer lunes de enero, o sea
hoy, debe ser considerado el día “más deprimente del año”, sobre todo
porque él mismo llegó a admitir más tarde que su fórmula no
tenía sentido (¿en serio?, venga ya, ¡no me había dado cuenta!) y que solo se
trataba de una campaña publicitaria británica capitaneada
por la compañía Sky Travel. Confesado lo
cual, se quedó tan campante tras asegurar que los propósitos
incumplidos, el clima invernal de nuestro hemisferio, la cuesta de enero, las
horas de luz, los días transcurridos desde las vacaciones y lo que denominó
“necesidad de reaccionar” son los responsables de cubrir de desdicha un
lunes corriente. ¿Lunes?, ¿por qué no jueves?, ¡a mí me gustan los lunes!
Hace
siglos que el nuevo año no me motiva nuevos propósitos. Intento regir mi vida
sin demasiados convencionalismos así que, si sé que debo hacer algo, no espero
a oír las doce campanadas para llevarlo a cabo, mucho menos si además me
apetece. Dejar de fumar, ir al gimnasio, aprender idiomas, adelgazar… en fin.
Flaco favor hizo la red difundiendo tamaña gilipollez a diestro y
siniestro: El “Blue Monday” (“lunes triste” en nuestra lengua
patria) es uno de los conceptos más viralizados en Twitter hasta la fecha.
¡Lo que hay que oír!
La publicidad nos hace creer
que el 2014 será un año “espectacularmente bueno”, pero lo cierto es que nada
cambiará. Han convertido nuestras vidas en un producto de marketing.
Nos manejan a su antojo y nosotros, sin querer evitarlo, nos dejamos manejar.
Vivimos en un mundo tan extraño que proliferan las vidas ficticias de gente
pobre de espíritu que intenta aparentar ser quien no es y de seguro, de seguir
esos derroteros, nunca llegará a ser. Así nos va. Todos nos sentimos víctimas.
Amenazamos con borrar de nuestro Facebook a quien no vote a
nuestro hijo en el casting multitudinario al que como bobos lo
hemos apuntado. Hundimos en la miseria a nuestra expareja por el simple hecho
de haberse convertido en eso, en ex. Criticamos, vejamos con nuestras palabras
a los demás porque nos creemos con el derecho de ser jueces y verdugos de
las vidas ajenas sin preguntarnos el motivo real que impulsa a los demás a
actuar de una manera concreta. Si todos somos buenísimos, ¿dónde están los
malos? La gente exige con mucha facilidad, se siente con el derecho de reclamar
una parte de territorio que posiblemente no le corresponde, se acomoda a que le
den, como si los demás fuéramos sus sirvientes. "¿Blue Monday?",
"Bleu Monde" más bien.
Pues,
contra todo pronóstico, hoy me he visto afectada por ese extraño virus azul. Me
he mirado al espejo y... ¡esta cara no la arregla ni DIOR! Es lamentable
ser observadora pasiva del martirio al que me someto cada día a mí misma desde
que me levanto hasta que me acuesto. He apartado la vista de mi reflejo y
me he preguntado si la vida es algo más que esto, pero no
he hallado respuesta. Necesito un descanso, de veras, un descanso social sin
correos, sin teléfono, sin whatsApp. Yo también tengo altibajos,
¡solo soy piel, carne y huesos! Terrible, un día terrible, tanto que estaba
convencida de que nada ni nadie sería capaz de devolverme la sonrisa cuando,
de repente, aparece mi hijo con la oveja que utiliza de guarda-pijama
colocada en la cabeza a modo de sombrero, ejecutando un extraño baile
y cantando "me da igual, nananá, me da igual". Entonces, como si
hoy hubiera dejado de ser lunes, todo lo que sentía vacío por dentro se ha
llenado de risas. Queridísimo profesor Arnall, qué fácil es inventar conceptos
absurdos y difundirlos por la red, ¿verdad? Pues esta que escribe no
esperará al tercer viernes de junio para disfrutar de su particular "Happiest
Day" por mucho que su "fórmula de la felicidad" así
lo sugiera.
P.S. Por lo general
no medimos el impacto de nuestras palabras una vez que las expulsamos
por la boca. No se trata de una cuestión de mejor o peor intención, es
simple costumbre. El ser humano no es consciente de que una sola palabra puede
ser más devastadora que el peor de los tsunamis o incluso más sanadora que el
mejor de los tratamientos médicos. Como he referido antes, no soy amiga de
los propósitos para el nuevo año, suelen desvanecerse tan rápido como el humo
de un cigarrillo que, sin remedio, se convierte en ceniza. Pero posiblemente tú
sí que lo seas, así que toma nota: Cuida tus palabras porque tienen el poder de
curar, pero también el de herir.
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