Ficha Técnica:
Single: "Gente sola"
LP: Tan cerca de mí
Intérprete: Pedro Guerra
País: España
Año: 1997
De oído:
Siempre me ha gustado esta canción, más en boca de Pedro Guerra (su compositor) que de Ana Belén. La segunda, artificiosa y plástica a mi modesto parecer, carece de la naturalidad del primero. Al principio eran otros los que ponían voz al talento del canario (suele pasar), hasta que un buen día, imagino, se cansó de escribir para los demás y lo hizo para sí mismo (eso también suele pasar). El primer paso siempre es el más difícil, sobre todo cuando uno no está acostumbrado a caminar pero, una vez que se consigue emprender la marcha, aprender a correr solo es cuestión de tiempo. "Gente sola" me entusiasma, por decir mucho con poco, por humanizar la verdad, por miles de razones en general y por ninguna en particular, por eso he decidido cerrar este año con ella... y contigo.
A veces nos echamos cargas innecesarias a la espalda que ralentizan nuestro ritmo habitual. Gustamos de interpretar el papel de buen samaritano, de sanador de unas almas que, en realidad, no desean ser sanadas. Créeme, no siempre es hipocresía, en ocasiones, simplemente, se trata de una necesidad personal encubierta: Quien actúa así lo hace a la espera de obtener del otro un comportamiento similar. Sí, en estos menesteres el ser humano es doblemente iluso: Espera sin tener que hacerlo y olvida que la reciprocidad es exclusiva de los sentimientos negativos. "Hay gente que sueña que abraza a otra gente, gente que reza y luego no entiende, gente durmiendo en el borde del río, gente en los parques, gente en los libros, gente esperando en los bancos de todas las plazas, gente que muere en el borde de cada palabra, gente que cuenta las horas, gente que siente que sobra, gente que busca a otra gente en la misma ciudad, pero qué sola está". También por eso me gusta esta canción, por recordarme que todos sin excepción en algún momento necesitamos una mano amiga que nos reconforte. Todos.
Termina el año y me permito contarte una historia, una de esas historias que mueren olvidadas en el bolsillo de alguna chaqueta pasada de moda. El "érase una vez" de una persona normal, tan normal como tú y como yo, quizás hasta más normal que los dos juntos. Una persona que cada día amanecía al refugio de la marquesina de una parada de autobús. Lo cierto es que no sabía concretar hacia dónde se dirigía esa línea ni cuál era su frecuencia de paso, pero tampoco le importaba, le gustaba refugiarse bajo esa marquesina y esperar su llegada, sin más, le era suficiente. Docenas de autobuses pasaron ante ella mientras permanecía allí plantada, docenas de vías alternativas que, de haberles prestado algo de atención, posiblemente la habrían conducido a un destino más acorde con sus preferencias. Pero no, esa persona había decidido dedicarse a esperar un autobús en concreto, uno sin horarios establecidos, uno que llegaba y que se iba sin avisar, que jamás abría la puerta para que pudiera subir, lloviera o luciera un sol de justicia, uno que en ocasiones pasaba de largo sin tener en cuenta la devoción fatigosa de quien con tanto anhelo le esperaba. Y enganchada a esta rutina permaneció días, semanas, meses, incluso años, desolada, incapaz de plantarse cara a sí misma, con la única esperanza de que fuera ese autobús el que cambiara su ruta para no tener que enfrentarse más a su espera. ¡Con lo fácil que habría sido coger un taxi! Un buen día, quizás cansada de que su conductor no diera la cara escondido en silencio tras los cristales tintados, quizás agotada de hacer señales con la mano para que la dejara subir, echó a andar. Los primeros pasos fueron los más difíciles: Por cada tres que daba retrocedía dos. Por poco que avanzara su vista seguía fija en la marquesina, atada a la ilusión de que el autobús apareciera a lo lejos. Nada. Un par de kilómetros y un principio de tortícolis después bastaron para comprender que sus propios pies la llevarían más lejos que cualquier autobús de cristales tintados de esos que nunca abren sus puertas para que podamos subir.
A cappella:
Esta es una entrada programada con varios días de antelación. En realidad, a estas horas estaré en casa de mi tía en Cádiz, ultimando junto a mi familia materna los detalles para tomar las uvas, sentados todos en el salón frente al televisor quitando pacientes piel y pepitas. Unos minutos antes de la media noche nos aseguraremos de que todos los platos tengan doce uvas, hasta el de Guillermo (ya me habré encargado yo de escogerle las más pequeñitas del racimo). En cuanto terminen los cuartos, mi tío Lolo soltará una de las suyas con cada campanada. Entonces mi madre empezará a reír hasta ponerse roja y mi abuela le recriminará maternal que no se entera de nada. Mi padre estará atento a ir a uva por campanada como si la suerte de los siguientes trescientos sesenta y cinco días le fuera en ello. Lucía nos sorprenderá con algún comentario fuera de lugar (¡ay, la adolescencia!). Su padre la reprenderá serio, su madre no. Mi hermana Patricia pensará en Ale, que este año pasa la noche con su familia. Juan Antonio no comerá ni una sola porque desde que se separó no cree en las tradiciones. Pedro tampoco y se dedicará a despotricar sobre las deficiencias del sistema educativo actual, mientras Ángeles lo remedará a su espalda y Ana, la hija de ambos, les recordará con la boca llena que ella es médico residente "pese al sistema educativo actual". Mi marido sentenciará que ya se podría comer doce bombones (está claro que los prefiere a las uvas). Mi hijo protestará, por lo que sea, da igual, pero protestará. Yo, que habré terminado mis doce antes de la décima campanada (sin piel ni pepitas es fácil), pediré en silencio al nuevo año que venga cargado de salud, de mucha mucha salud. Y, tras brindar con un "canasta" de la tierra bien fresquito y repartir besos a diestro y a siniestro, pondremos la conexión con Canarias para que mi madre, que seguirá partiéndose de risa ya no sabremos bien de qué, se pueda terminar las uvas y así... así sí daremos por inaugurado el nuevo año en familia.
¡Feliz, placentero y cultural 2015!
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