domingo, 19 de mayo de 2013

“El desprecio”, una película de Jean-Luc Godard (1963)

Llueve. Llueve con intensidad tras unas semanas de mayo disfrazadas de mes de julio. La lluvia conlleva un silencio peregrino de tintineo de copas que se chocan tímidas, celebrando sin festejar una noche que terminará entre sábanas revueltas. Ese seductor silencio rodea mi estudio, tan pequeño que solo abarca la dimensión de un libro abierto. Cualquier día amaneceré convertida en un pececillo de plata que sobrevive enganchado a la cola de encuadernar. Quien quiera entender que entienda.
El decadente y repetitivo “ring” del móvil de mi marido me obliga a salir de este extraño aturdimiento. Unos segundos después intento volver al mismo lugar de imaginario recogimiento, intento retomar palabras, frases, párrafos que me resultan imposibles de encadenar porque algo se ha roto en mi cabeza y, temiendo que sean los últimos restos de cordura que aún atesoro, salgo al mundo exterior que representa el resto de la casa. Es entonces cuando la melodía de mi móvil, la reservada para los que tienen la fea costumbre de turbar mi tranquilidad (“Off & On” de Findlay), lo inunda todo mientras mi cabeza se convierte en el cepillo de una iglesia de pueblo en el que las beatas, en lugar de echar limosnas, tiran piedras. Mal presagio. “Recomiéndame una película, por favor. Pero no una de las tuyas, necesito una de las que ven las tías normales un sábado por la noche”. La primera en la frente… o no, todavía no me ha quedado demasiado claro si es bueno o malo que no me consideren una “tía normal”. Pienso unos segundos. “Intocable de Olivier Nakache o La delicadeza de los hermanos Foenkinos, con Audrey Tautou”. “No, esas no me valen. Una de Jennifer López o de la de Friends, una comedia americana de las de toda la vida”. “¿De las de toda la vida? ¿Tú y yo con Cary Grant y Deborah Kerr?” (me pierde esa película en blanco y negro). “No, coño, más moderna”. “¿Annie Hall de Woody Allen?”. Después de marearme un buen rato con algo que podría haber solucionado él solito en dos minutos con la ayuda de “Google”, no llegamos a un entente cordiale. Ya sabía yo que se merecía más que nadie ese tono de llamada.
Lo cierto es que no sé por qué se toma tantas molestias. Da igual las horas que pasen juntos sentados en el sofá ante el televisor viendo una comedia romántica. Da igual los fines de semana que repitan la misma operación. Ni siquiera importa que pasen toda una vida practicando el mismo ritual. Los conozco y se tirarán los trastos a la cabeza tarde o temprano. Tienen tantas cosas insulsas y tan pocas profundas en común que llegará el día en el que, irremediablemente, se desprecien el uno al otro. Ley de vida según el escritor italiano Alberto Moravia quien en Il disprezzo, novela de 1954, nos recuerda que la incomprensión dialéctica es el drama de la convivencia contemporánea. ¡Vaya!
Ya sabes que a mí no me gusta hablar de lo que precisamente más controlo, así que dejo a otros las disertaciones sobre los aspectos filosóficos de Moravia y me centro en la adaptación del gran director francés Jean-Luc Godard de 1963, Le mépris, su mayor éxito comercial gracias, en parte, a una Brigitte Bardot ligerita de ropa.

El desprecio, asentado sobre dos grandes pilares narrativos interrelacionados, es fiel reflejo de su época. Con la excusa de la creación de un guion cinematográfico sobre la Odisea de Homero, se desarrolla poco a poco la historia de amor entre dos que parecían haber nacido para morir juntos. Los protagonistas, Camille y Paul, un matrimonio recién casado, deambula casi sin darnos cuenta del amor pasional al cariño respetuoso y de la indiferencia al desprecio en apenas una hora y media. En este doble contexto argumental el director aborda la evolución de los sentimientos como si de una tragedia griega se tratase. La acción en ese sentido transcurre de manera estructurada, al estilo clásico de las tres unidades aristotélicas (tiempo, lugar y acción), en tres actos: Cinecittà (amor pasional de Camille y aceptación de Paul de la oferta para realizar el guion), la casa del matrimonio (desengaño de Camille y conflicto personal de Paul entre su vocación literaria y los ingresos que le supondrá el guion) y Capri (ruptura del matrimonio y materialización del guion). Una película dentro de otra. Magistral.
En general, es fácil que el espectador se sienta identificado en algún momento con el matrimonio protagonista. Son numerosas las etapas por las que se pasa en los escasos cien minutos que dura la historia. El auge amoroso de los primeros años. El paulatino desencanto al que somete la convivencia diaria. La indiferencia obligada cuando los caminos divergen. El frío desprecio al que se llega sin remedio. Los silencios hieren en esta historia de dos que solo la pareja implicada habría podido reescribir con final feliz. Y, a todo esto, ¿qué opino yo en realidad? Pues que el amor marital es como la materia, ni se crea ni se destruye, solo se transforma.

Sinopsis: Paul y su atractiva mujer, Camille, parecen formar la pareja perfecta. Sin embargo, su relación se precipita hacia la ruptura a partir del momento en el que él acepta la oferta de un arrogante americano para escribir el guion de una gran producción basada en la Odisea de Homero. Embebido por la situación, Paul propicia una confusión entre el productor americano y su propia mujer, que se considera una moneda de cambio dada al mejor postor. Como consecuencia del error, el guionista se verá inmerso en una dolorosa crisis matrimonial que tiene al desprecio de protagonista.




Prefiero no pronunciarme respecto a los actores principales. Las curvas de la Bardot de los sesenta me gustan hasta a mí, pero su talento interpretativo es bastante cortito en cualquier década habida y por haber. En cuanto a Michel Piccoli… como bien dice su apellido, “pequeño, pequeño, pequeño”.
Jean-Luc Godard es otro cantar. Como representante de la nouvelle vague que irrumpió en el panorama cinematográfico galo a finales de los cincuenta, el director exhibe en El desprecio el manifiesto artístico que recoge los puntos esenciales de la “nueva ola” francesa. Junto a Claude Chabrol (mencionado en la entrada dedicada a En el corazón de la mentira) y a François Truffaut (Fahrenheit 451, temperatura a la que se quema el papel según la novela homónima de Ray Bradbury, que me parece el equivalente europeo de la americana Blade Runner de Ridley Scott, una obra maestra que se desarrolla en una sociedad “futurista” en la que el objetivo del gobierno es impedir que los ciudadanos tengan acceso a los libros ya que la lectura se considera un verdadero peligro), son los tres claros referentes de un nuevo modo de hacer cine que pretendía reaccionar contra las estructuras impuestas hasta ese momento postulando la libertad técnica por encima de cualquier otro artificio.

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