Hace
dos noches que apenas duermo. La costilla me está matando, palabra. Me destapo.
Me tapo. Saco un pie. Lo meto de nuevo. Miro el reloj. Lleno mi taza de StarWars
hasta los topes de Cola-Cao. Vuelvo a mirar el reloj mientras me lo bebo. Me
desespero. Respiro hondo. Cuento ovejitas. Empieza a entrar luz a través de la
persiana. De nuevo el reloj. Y, sin remedio, me levanto con sigilo en plena
noche para no despertar a mi compañero de cama.
Ayer volví a ver esta película que, por su tranquila crítica social, necesitaba recordar al detalle. Soy consciente del mundo en el que nos ha tocado vivir y, sobre todo, del que vamos a dejar a nuestros hijos. No es que yo sea una visionaria, tan solo no miro hacia otro lado cuando la realidad del país se cruza en mi camino. La inconsciencia social es uno de los males del siglo XXI: todos somos muy tolerantes, todos somos muy solidarios, pero antes barremos para casa. ¡Lo que realmente somos es tristes! Sí, tristes, yo, tú, él, este, ese, aquel, el de más allá. Unos cobardes escondidos tras las manipuladas noticias de cualquier telediario: Ellos dicen "blanco" y, como borregos, nosotros repetimos "blanco, blanco". Tengo cerca de cuarenta años y poco más de un metro cincuenta y cinco centímetros de puro carácter, a mi edad intento bailar al son que me apetece en cada momento no al que me marcan otros porque mi lengua, para bien o para mal, todavía la articulo yo. A mí me dan igual las actrices subversivas que piden pan para sus hijos embutidas en vestidos de alta costura pagados con subvenciones del Estado. Tampoco me importan demasiado los profesores que no han sido capaces de salir a la calle para protestar por un sistema educativo que no funciona y que, por tanto, no hace ningún bien a nuestros hijos pero que pierden el culo cuando se les insinúa que deberían trabajar cuarenta horas semanales. Me resbala que el Madrid o el Barcelona se disputen la liga y que “TeleCirco” sea la cadena más vista en España. Este país no funciona porque tratamos a los charlatanes de feria como si fueran dioses y los encumbramos en lugares que nos les corresponden, porque nos gusta regodearnos en nuestra propia ignorancia con un tubo de cerveza fría en la mano. Lo sé, me lo has dicho muchas veces, calladita estoy más mona, pero la belleza es un concepto tan relativo que hace años que dejó de preocuparme. A mí quienes de verdad me preocupan son aquellos que carecen de los medios económicos y de la capacidad suficiente para exigir que se respeten sus derechos. Me importan los trabajadores que no tienen vacaciones pagadas, ni días festivos, ni asuntos propios, ni horas médicas. Me irritan los contratos basura de los universitarios que viven en un país que premia más la mediocridad que la excelencia. Me conmueven los sin voz, los que no existen dentro de un sistema corrupto, los que buscan un lugar dentro de la sociedad sin el respaldo de ninguna bandera. Me inquieta que el adjetivo "honrado" desaparezca de nuestro diccionario sin que nos hayamos dado apenas cuenta. Me asusta que un día pueda ver a alguien conocido rebuscando en los contenedores de basura a las puertas de un supermercado y no sepa qué decirle. Sobrevivimos en un país que se cae a pedazos y en el que nadie se encarga de recoger sus fragmentos para recomponerlo algún día. ¡Así de bien nos va!
The
Visitor es una de esas películas capaces de
transmitir sensaciones sin necesidad de recrearse en palabras artificiosas, solo gracias
al poder de las miradas. En ese sentido, la soledad tiene los ojos claros y
las comisuras de los labios dirigidas al suelo. Se oculta bajo gafas
cambiantes, unas veces coloreadas, otras transparentes, a las que sus propias
pupilas se adaptan poco a poco hasta convertirlas en una máscara que lucir de cara a la galería. Esa soledad falsamente deseada del protagonista
le arrastra a asumir su desdicha convertida en rutina como el que se mira al
espejo y no se reconoce en él. Por su contra, la compaña luce los ojos oscuros
y las comisuras de los labios danzan ingenuas hacia las nubes. Tiene patas de
gallo y unas terribles ganas de caminar hacia delante, unas veces por el
sendero más corto, otras por el más largo, pero siempre impulsadas por anhelos
desvencijados por el tiempo que, sin remedio alguno, le hacen llorar a solas. La compañía que los tres personajes inmigrantes de esta conmovedora
historia regalan al protagonista no les resta ni un ápice de dicha. Porque se
puede ser feliz persiguiendo un sueño o compartiendo parte de tu tiempo
con quien apenas conoces, buscando un abrazo fuerte de esos que no dejan
respirar o dando sin esperar nada a cambio, guardando silencio cuando no hay
nada que decir o gritando desesperado cuando las palabras faltan, susurrando un
"no quiero que te vayas" a las puertas de un viaje sin retorno o
aceptando que por mucho que insistas esta vez no volverá. McCarthy enseña, a los ojos de un hombre solitario de mediana edad que aprende a luchar
en favor de las injusticias sociales, que una simple mirada es a veces el mejor
remedio contra la soledad.

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