El
pasado mes celebraron en el colegio de mi hijo el “Día de la familia”. No, no
se trataba de ninguna maniobra de manipulación infantil sobre peras y manzanas,
era más bien una manera de hacerles entender que hoy cada familia se configura a
su antojo o según unas necesidades específicas, a saber. Los pequeños debían llevar una
foto en la que salieran con sus padres/abuelos/tutores para hacer con ella una
actividad programada. ¿Una foto?, ¿solo eso?, sin problemas... pues no, sí que
hubo problemas. Aitana es una niña guapísima de la clase de mi hijo, una
princesita de tres años recién cumplidos de rostro angelical y mirada triste,
muy triste. Su mamá también es muy guapa, aunque bien podría serlo un poco
menos si con eso ganaba cordura en su proceder, porque la señora ha tenido la
brillante idea de inculcar a su hija un
odio irracional por el sexo opuesto, como si sus propios errores de adulta fueran
a repetirse en su pequeña. Aquella mañana, nada más llegar yo al centro, ella
discutía con una de las señoritas delante de la niña. “Ese no sale en la foto”,
decía con desprecio. “Ese” no era otro que su exmarido y padre de Aitana. La señorita
con poca fortuna intentaba hacerle entender que solo se trataba de una foto,
pero nada, ella seguía en sus trece. “Bueno, mujer, trae dos, una con cada uno”.
Pues tampoco le pareció buena idea. “Es que tú no sabes el daño que me ha
hecho”, confesó altanera la “loba herida”. No, posiblemente la señorita no conocía
ese detalle y seguro que los que estábamos allí tampoco, pero yo he coincidido en
más de una ocasión con él y... marido no sé cómo sería, pero como padre no me
parece tan lamentable. De hecho, los días que él va son los únicos días que veo
sonreír a la princesita de cara angelical.
El
odio es un sentimiento tan negativo y dañino que nunca, en mis casi treinta y
ocho años de vida, lo he vertido sobre nadie que no fuera yo misma. No tengo
ningún reparo en reconocer que soy mi peor juez y, por tanto, verdugo. Anda, anda, no te
lleves las manos a la cabeza, por favor, no dramatices, la mía es una actitud
de lo más quevedesca: Prefiero darme yo, que sé dónde menos me duele, a que me
den otros, no sea que me duela de verdad. En realidad, conmigo no va eso de “para
que los demás te quieran tienes que quererte a ti mismo”. ¿De dónde han sacado
eso?, dime, ¿del manual del perfecto onanista? Verás, quiero tanto a mi entorno
que, sin remedio, el poco cariño que dejo sin darles es el que me guardo yo
para mí, ya sabes, para los momentos de carencia. La felicidad tiene numerosas
caras y la más mágica de ellas es la que se refleja en Odette Toulemonde, una producción franco-belga de 2007. Vale,
este no es un peliculón. No es una obra maestra del cine ni un producto de
culto. No supone la consagración de Éric-Emmanuel Schitt, su director, ni el salto a la fama de sus
protagonistas, Catherine Frot y Albert Dupontel. ¿Y qué?, ¿crees que esos datos me son
determinantes para disfrutar de una película? Odette Toulemonde es una historia sencilla de una familia sencilla. Es un cúmulo de casualidades, un cóctel metafórico de sueños cumplidos y de
voces en off. Una hora y cuarenta
minutos de pura fantasía. ¿De verdad que necesitas más?


Sinopsis:
En
la vida de Odette Toulemonde se cruza su escritor preferido, Balthazar Balsan,
rico y seductor, que atraviesa una crisis depresiva. Ella, una modesta
vendedora de la sección de cosméticos de unos grandes almacenes, será la
encargada de transmitirle toda la felicidad que siente en su sencilla
existencia a un hombre que poco a poco aprenderá a enfrentarse al resto del
mundo.
No
nos engañemos. La cotidianidad del ser humano no es una película de ficción con
final feliz. Normalmente caminamos tras alguien que avanza mucho más rápido que
nosotros. Algunas veces el miedo a perderlo de vista nos hace correr incluso
con unas zapatillas que ni siquiera son de nuestro número. Ese mismo miedo en
otras ocasiones nos obliga a adoptar hábitos que nos son ajenos con la simple
intención de acaparar un poco de su atención. Entonces nos convertimos en lectores de novelas que no nos dicen nada, en voraces amantes virtuales,
en adictos a la dieta Dukan, en escritores aficionados, en seguidores del cine
francés; en definitiva, nos convertimos en alguien que no somos solo para hacernos un hueco en
el día a día de alguien que, en realidad, no nos quiere en él. No nos
engañemos, todo es más fácil de lo que a simple vista parece, créeme. Ser feliz
consiste en exclusiva en reconocer ante la adversidad que existe más de un
camino.
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