Hace casi un mes que mi hijo dejó de usar
pañal (se admiten aplausos). He vivido esta etapa fustigada casi a diario por
los punzantes comentarios de esas madres que aseguran orgullosas que sus
vástagos necesitaron solo tres días para controlar los esfínteres. Ya, claro,
tres días. Quizás esa fanfarronería sumada al hecho de que el mío ha tardado
casi dos meses haya convertido algo cotidiano en todo un acontecimiento
familiar que, como tal, cada cual ha querido festejar a su manera. “¿El niño
tiene ya la “megapistola” de agua del verano? Es para regalársela por la
hazaña”, me preguntó alguien un buen día. “Verás”, le dije con el mayor de los
tactos, “es que no soy partidaria de que el niño juegue con pistolas”. “¡Qué
tontería!”, me soltó sin reparos, “pues va a ser el único que no tenga una”.
“Pues será el único”, pensé. Lo cierto es que mi marido y yo empleamos gran
parte de nuestro esfuerzo en educar a nuestro hijo para que tenga criterio
propio, no para que sea un borrego más del rebaño: Ser el único que no tiene el
último modelo de consola no debería ser un problema, necesitar tenerlo para
considerarse aceptado sí. Qué quieres que te diga, no me gusta que mi hijo de
dos años y medio considere cualquier chisme con forma de artilugio para matar
un juguete porque, en realidad, no lo es. En fin, que no le compró la pistola.



La película, al igual que la novela, contiene las dos líneas temáticas citadas con anterioridad perfectamente entramadas. Por una lado, Johnny cogió su fusil es un alegato antibelicista fundamentado en la terrible pérdida de miles de vidas en una guerra que ofrecía a los jóvenes estadounidenses de procedencia humilde la posibilidad de tener acceso a la universidad o a un seguro médico de calidad de manera gratuita. Por otro, la eutanasia como vía alternativa para paliar el sufrimiento de un cuerpo sesgado incapaz de continuar con su ciclo vital. Porque Johnny, el protagonista absoluto de la cinta, sufre en primera persona los estragos del frente cuando un bombardeo lo convierte en una cabeza pensante que razona, elabora juicios y recuerda un tiempo mejor unida en exclusiva a un trozo deforme de tronco. Salvo pensar, es incapaz de hacer nada por sí mismo. ¿A eso le llamas vida?, ¿en serio? Por si esto fuera poco, aislado del mundo exterior por mandato de una autoridad militar temerosa de que cierto sector de la opinión pública utilizara el estado precario del joven como mera propaganda antibelicista, Johnny es tratado como un cacho de carne informe que ni siente ni padece. Repito, ¿a eso llamas vida?, ¿de verdad? Pues prepárate para lo peor. Su existencia no mantiene un solo resquicio para la esperanza o la mejora porque, por mucho que se empeñe, su situación no cambiará, sus sueños no se verán nunca cumplidos ni sus expectativas realizadas. Por culpa de la metralla el joven sufre una auténtica muerte en vida. ¿Aún estarías dispuesto a vivir atado a esa terrible circunstancia?, ¿estarías dispuesto a dejar sufrir de esa manera tan cruel a tu padre, tu hermano, tu marido o tu hijo? Piénsalo bien porque, en este mundo de locos, Johnny podría ser cualquiera de nosotros sin distinción de sexo o de edad. ¿Difícil decisión, verdad?
Sinopsis: Johnny, un joven combatiente de la Primera
Guerra Mundial, despierta totalmente confuso en un hospital. Con las
extremidades superiores e inferiores amputadas, ciego, sordo y mudo de por vida
a causa de una explosión sucedida durante un bombardeo, se ve reducido a un
simple torso viviente. Aislado de la realidad, va poco a poco siendo consciente
de su situación entre sueños y pesadillas que le consumen. Tras largo
tiempo de insufrible inactividad corporal, gracias al Código Morse suplica
que acaben con él, pero su petición es ignorada. Finalmente su cuerpo, inútil y
totalmente inmóvil, es abandonado en un almacén.