En aquella época mi hijo apenas tenía cuatro meses, por eso escribir sobre la experiencia que supone ser madre me pareció la mejor manera de demostrarme a mí misma que ningún obstáculo, por grande que pudiera parecerme, es insalvable. Su nacimiento fue rápido, tanto que casi ni me di cuenta de que estaba inmersa en todo un mundo de contracciones irrefrenables. Al contrario que el embarazo, aquel fue malo, peor que malo, pésimo e incluso peor, pero de eso ya no me acuerdo, ¡PUF!, se esfumó en cuanto sentí su mejilla junto a la mía… ¡y todavía faltaban los veinte puntos y las dieciséis grapas que me harán asegurarle dentro de unos años que sí, que digan lo que digan en el cole, él salió de la tripita de su mamá!
La organización aseguró que en esa convocatoria habíamos sido mil seiscientas las participantes. ¡Mil seiscientas! En ningún momento albergué la esperanza siquiera de ser finalista, de todos modos mi intención nunca fue ganar solo atreverme a participar, pero como la vida a veces es maravillosamente imprevisible, pese a no tratar el tema con el empalague que se esperaba, gané... el tercer premio, más de lo imaginado.
El martes doce de abril de
dos mil once lo recuerdo con especial cariño, por la experiencia en general y
por la compañía en particular, porque hubo una persona pendiente de mí durante
todo el día que consiguió que me sintiera muy a gusto pese al trance de la
jornada. Por circunstancias no mantenemos el contacto, en ocasiones las
personas caminamos a diferente paso y ya sabes que esta que escribe no está
hecha para correr, pero saber de su existencia me sigue resultando, desde el
afecto, de incalculable valor. Gracias a ese repentino arrojo, aquel día será
una fecha más para recordar, con una sonrisa traviesa, el resto de mi vida.
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