La capacidad
imaginativa de un niño siempre me ha parecido uno de los fenómenos de la
naturaleza más loables a la par que sorprendentes. Que un adulto de
mi edad pueda contar historias con mayor o menor maestría depende, en mi
modesta opinión, de dos factores: Lo que el sujeto en cuestión se haya implicado en la vida, bien
como activista entregado, bien como observador pasivo, y el conocimiento que haya adquirido
de la gramática de su propia lengua. En ese sentido, podríamos pensar que cualquier persona
cercana a la cuarentena tendría una posición privilegiada respecto a las generaciones
precedentes, ¿verdad? Pues NO, por eso admiro el potencial artístico de nuestros
pequeños. Los adultos solo creamos, los niños inventan.
Pongámanos en situación. Sin ir más lejos, la pasada noche mi
hijo de veintiocho meses, con esa vocecilla de tragador de helio que tiene, mantenía
conmigo la siguiente conversación:
- Mamá
- ¿Sí, cariño?
- Papá es ingeniero.
- ¡Ah, sí? ¡Vaya,
qué interesante! (con los niños tan pequeños es conveniente ser muy teatral a
la hora de hablar para que sus diálogos adquieran cierta relevancia, así se sienten desprendidos de todo perjuicio comunicativo. Los niños menores de
cuatro años son susceptibles de aquejarse del mal de la “vergüenza verbal” si
los adultos no les prestamos suficiente atención en esos trances).
- Sí (él sonrió como si
acabara de revelarle a su madre el secreto mejor guardado de la historia).
- Mito... Entonces... si papá es ingeniero, ¿qué es mamá?
Touché!! reflejaron mis ojos en ese momento.
Adoro las conversaciones que mantenemos juntos aunque la mayoría de las veces
no conduzcan a ninguna parte y se reduzcan a un manido “mamá, Manuel ha pegado
a _____ y Sara lo ha castigado en la trona” (cualquier nombre sin distinción de sexo es válido para colocar en la
zona rayada porque ese Manuel de tres años y un mes no suele dejar títere con cabeza). Si continúa esta misma tónica, el día de mañana mi hijo no podrá presumir de ser un buen
deportista, pero desde luego sí de ser un buen conversador. El caso es que lo puse a
prueba. Estaba deseando saber cuál sería su respuesta aunque, claro, a mí cualquiera me parecería perfecta. Un “mamá es ingeniera” (no, no lo soy) habría servido para
asegurarme de que controla el género, un “mamá es mamá” para
comprender que me ve como su madre por encima de todo, un “mamá es Silvia” para
ratificar que entiende mi individualidad personal. Bueno, que me enrollo. Decenas de respuestas se cruzaron por mi
cerebro en esos segundos. Entonces él me miró con esos ojillos manga que luce y
dijo:
- Mamá es...
princesa.
Vale, me hago
cargo. Tal y como está el patio monárquico español casi lo consideraría un
insulto si procediera de otra persona, pero mi hijo, dentro de su maravilloso
mundo de ensoñación de caballeros y dragones, ve a su mamá como la princesa
protagonista de un cuento de final feliz. ¿No es para sentirse dichosa?
Ayer nos fuimos a
la cama mi marido y yo con una sonrisilla cómplice. De nuevo una
composición mía aparecerá recogida en una antología de próxima publicación,
esta vez con motivo del I Concurso de Microcuentos "Érase una vez...un
microcuento" de Diversidad Literaria. No creas que convierto este tipo de
anécdotas en el tema de la tertulia de los domingos ante una cervecita fresca,
qué va, mi ego dormita veintitrés horas al día y la que hace veinticuatro camina un palmo por encima
del suelo gracias, normalmente, a algo relacionado con mi hijo. En realidad sonreíamos porque los dos sabemos que yo no tengo madera
de exhibicionista (ni siquiera de la palabra) y si lo comento aquí es
porque estoy segura de que tú tampoco lo gritarás a los cuatro vientos.
Antes de apagar la luz respiramos aliviados al reconocer en silencio que aquella etapa oscura empieza a
teñirse de colores. Para nosotros dos es motivo más que suficiente para sonreír. Espero y deseo que
para ti también.
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